Las pequeñas memorias
Ampliar la imagen Cuatro momentos de la niñez y juventud del premio Nobel de Literatura José Saramago Foto: Imágenes tomadas del libro Las pequeñas memorias
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José Saramago
A unos días de que empiece a circular en librerías mexicanas Las pequeñas memorias, el nuevo libro de José Saramago, premio Nobel de Literatura, ofrecemos a los lectores de La Jornada como una primicia un par de fragmentos a manera de adelanto y con la autorización de Editorial Alfaguara
Ha llegado el momento de explicar las razones del título que al principio pensé darle a estos recuerdos -El libro de las tentaciones- y que, a primera vista, y también en una segunda y en una tercera, parece que no tiene nada que ver con los asuntos tratados hasta ahora y seguramente con la mayoría de los que trataré a continuación. La ambiciosa idea inicial -del tiempo en que trabajaba en Memorial del convento, hace ya cuántos años- era mostrar que la santidad, esa manifestación "teratológica" del espíritu humano capaz de subvertir nuestra permanente y por lo visto indestructible animalidad, perturba la naturaleza, la confunde, la desorienta. Pensaba entonces que aquel alucinado San Antonio que Hieronymus Bosch pintó en Las tentaciones, por el hecho de ser santo, había obligado a levantarse de lo más profundo a todas las fuerzas de la naturaleza, las visibles y las invisibles, los monstruos de la mente y las sublimidades que produce, la lujuria y las pesadillas, todos los deseos ocultos y todos los pecados manifiestos. Curiosamente, la tentativa de transportar asunto tan esquivo (ay de mí, no tardé en comprender que mis dotes literarias quedaban muy por debajo de la grandiosidad del proyecto) hasta una simple recuperación de recuerdos a la que, claro, convendría un título más proporcionado, no impidió que me hubiera visto a mí mismo en situación de alguna manera semejante a la del santo. Es decir, siendo yo un sujeto del mundo, también tendría que ser, al menos por simple "inherencia de cargo", sede de todos los deseos y objeto de todas las tentaciones. De hecho, si ponemos a un niño cualquiera, y luego a cualquier adolescente, y luego a cualquier adulto, en el lugar de San Antonio, ¿en qué se expresarían las diferencias? Así como al santo lo asediaron los monstruos de la imaginación, al niño que yo fui lo persiguieron los más horrendos pavores de la noche, y las mujeres desnudas que lascivamente siguen bailando ante todos los Antonios del planeta no son diferentes de aquella prostituta gorda que, una noche, iba yo caminando hacia el cine Salón Lisboa, solo como era habitual, me preguntó con voz cansada e indiferente: "¿Quieres venir conmigo?" Fue en la calle del Bom-Formoso, en la esquina de unas escalinatas que había allí, y yo debía de tener alrededor de doce años. Y si es cierto que algunas de las fantasmagorías de El Bosco parecen suplantar de lejos las posibilidades de cualquier comparación entre el santo y el niño, será porque ya no nos acordamos o no queremos acordarnos de lo que entonces pasaba por nuestras cabezas. Aquel pez volador que en el cuadro de El Bosco lleva al santo varón por vientos y aires no se diferencia tanto de nuestro cuerpo volando, como voló el mío tantas veces en el espacio de los jardines que hay entre los edificios de la calle Carrilho Videira, ora rozando los limoneros y los nísperos, ora ganando altura con un simple movimiento de brazos y sobrevolando los tejados. Y no me puedo creer que San Antonio haya experimentado terrores como los míos, esa pesadilla recurrente en la que me veía encerrado en una habitación de forma triangular donde no había muebles, no puertas, ni ventanas, y en un rincón "cualquier cosa" (lo digo así porque nunca conseguí saber de qué se trataba) que poco a poco iba aumentando de tamaño mientras sonaba una música, siempre la misma, y todo aquello crecía y crecía hasta arrinconarme en la última esquina, donde por fin despertaba, angustiado, sofocado, cubierto de sudor, en el tenebroso silencio de la noche.
Nada muy importante, se podría decir. Tal vez por esa razón este libro cambió de nombre para llamarse Las pequeñas memorias. Sí, las memorias pequeñas de cuando fui pequeño. Simplemente.
(...)
Caía la lluvia, el viento zarandeaba los árboles deshojados, y de tiempos pasados viene una imagen, la de un hombre alto y delgado, viejo, ahora que está más cerca, por un camino inundado. Trae un cayado al hombro, un gabán embarrado y antiguo, y por él se deslizan todas las aguas del cielo. Delante vienen los cerdos, con la cabeza baja, rozando el suelo con el hocico. El hombre que así se aproxima, difuso entre las cuerdas de lluvia, es mi abuelo. Viene cansado, el viejo. Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de privaciones, de ignorancia. Y no obstante es un hombre sabio, callado, que sólo abre la boca para decir lo indispensable. Habla tan poco que todos nos callamos para oírlo cuando en el rostro se le enciende algo así como una luz de aviso. Tiene una manera extraña de mirar a lo lejos, incluso siendo ese lejos la pared de enfrente. Su cara parece haber sido tallada con una azuela, fija aunque expresiva, y los ojos, pequeños y agudos, brillan de vez en cuando como si algo que estuviera pensando hubiera sido definitivamente comprendido. Es un hombre como tantos otros en esta tierra, en este mundo, tal vez un Einstein aplastado bajo una montaña de imposibles, un filósofo, un gran escritor analfabeto. Algo que no podrá ser nunca. Recuerdo aquellas noches templadas de verano, cuando dormíamos debajo de la higuera grande, lo oigo hablar de la vida que tuvo, del Camino de Santiago que resplandece sobre nuestras cabezas, del ganado que criaba, de las historias y leyendas de su infancia distante. Nos dormíamos tarde, bien enrollados en nuestras mantas para defendernos del frío de la madrugada. Pero la imagen que no me abandona en esta hora de melancolía es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado, silencioso, como quien cumple un destino que no podrá modificar. A no ser la muerte. Este viejo, que casi toco con la mano, no sabe cómo va a morir. Todavía no sabe que pocos días antes de su último día tendrá el presentimiento de que ha llegado el fin, e irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de las sombras amigas, de los frutos que no volverá a comer. Porque habrá llegado la gran sombra, mientras la memoria no lo resucite en el camino inundado o bajo el cielo cóncavo y la eterna interrogación de los astros. ¿Qué palabra dirá entonces?
Tú estabas, abuela, sentada en la puerta de tu casa, abierta ante la noche estrellada e inmensa, ante el cielo del que nada sabías y por donde nunca viajarías, ante el silencio de los campos y de los árboles encantados, y dijiste, con la serenidad de tus noventa años y el fuego de una adolescencia nunca perdida: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". Así mismo. Yo estaba allí.
Entre los lechoncitos acabados de nacer aparecía de vez en cuando alguno que otro más débil que inevitablemente sufriría con el frío de la noche, sobre todo si era invierno, y podría serle fatal. Sin embargo, que yo sepa, ninguno de esos animales murió. Todas las noches, mi abuelo y mi abuela iban a las pocilgas a buscar los tres o cuatro lechones más débiles, les limpiaban las patas y los acostaban en su propia cama. Ahí dormirían juntos, las mismas mantas y las mismas sábanas que cubrían a los humanos cubrirían también a los animales, mi abuela a un lado de la cama. mi abuelo en el otro, y, entre ellos, tres o cuatro cochinillos que ciertamente creerían que estaban en el reino de los cielos...