Derecha y poder
La ilegitimidad de Calderón influye de manera por demás curiosa en algunos intelectuales, críticos, difusores o académicos orgánicos o simpáticos al oficialismo. Estos se agrupan y coinciden en las argumentaciones alrededor de la prístina limpieza del pasado proceso electoral como si en ello se jugaran la propia identidad individual. Su apuesta de poder por la vertiente derechista que se afirma triunfadora no la pueden ocultar. La concordancia entre sus creencias más alebrestadas por la democracia y la continuidad de las instituciones pulula con insistencia en sus alegatos, pero no logran encubrir el simple rechazo visceral, o de cualquier otra especie inconfesable, hacia la persona de Andrés Manuel López Obrador y sus visiones de país.
La lucha denodada por el espacio público empezó desde que AMLO se perfiló como una opción real y avanzada para llegar a la Presidencia de la República. Desde entonces y por medio de todo un periodo de furiosos altercados y denuestos al por mayor en cuantos medios comunicativos están a su alcance (y que son numerosos) han continuado, de variadas y hasta insospechadas formas, su combate sin cuartel. Han levantado muros conceptuales de defensa para evitar ser contaminados por la opción de izquierda que AMLO enarbola. Han ideando atajos continuos para el ataque lateral a su honradez, a sus valores para detener el avance del proyecto de país que este personaje, un verdadero fenómeno sociológico de masas, ha venido representando para el grueso de la ciudadanía.
Los abajo firmantes predilectos de los grupos de poder que sostienen la transparencia, casi impoluta del proceso electoral pasado, no han cejado en su intentona por desprestigiarlo, de asegurar que se ha desfondado su movimiento.
El más reciente capítulo de la disputa por el oído popular lo integró el libro -para muchos un libelo- que se editó recientemente bajo la autoría de Carlos Tello Díaz. El punto medular de toda la argumentación estriba en tratar de demostrar que AMLO es un mentiroso compulsivo, un mal perdedor que engaña a sus seguidores.
Alega ese autor que, ante la debacle de su oferta, conocida y confesada por el mismo candidato y su grupo íntimo durante la noche del 2 de julio, AMLO se vio en la necesidad de inventar toda una cadena de falsedades a cual más justificadora de su fracaso en las urnas. El punto neurálgico de todo el alegato radica en la palabra "perdí" que se pronuncia al conocerse el contrario mandato de los mexicanos a sus deseos de ser presidente. Tan crucial aseveración la hace Tello de oídas, por conducto de terceras personas que no son reveladas por el autor. En cambio, la refutación de los testigos estelares del caso ha sido tajante y bien argumentada. El diferendo parece ser que ha sido zanjado no sólo con la veracidad suficiente, sino con bases metodológicas impecables, argüidas por José María Pérez Gay con la elegancia discursiva que le distingue.
Por coincidencias del destino con la disputa provocada por el libro de marras, el ex presidente Vicente Fox, ahora convertido en merolico de ocasión pagada para atolondrar incautos, hizo revelaciones que han sufrido, también, intentos de hacerlas pasar como inocuas, un exceso verbal adicional del locuaz, del frívolo personaje que es el guanajuatense de célebre rancho. Se llega hasta el extremo de negarle, al que fuera titular del Ejecutivo federal, la capacidad de influir, de condicionar, de desviar la voluntad de los votantes, tal como él mismo sugiere que hizo.
Es cierto, Fox es una persona grande y tonta, pero lo que no se apunta con la debida precisión, y hasta con sicológica certeza, es su íntima perversidad. Fox es, en efecto, un hombre con mala entraña, uno que pudo interpretar su papel a partir de malsanos impulsos de venganza, que actuó a la manera de una revancha ante la derrota que le causó el frustrado intento de sacar a AMLO de la contienda pasada. Lo que declaró Fox a la prensa en Washington después de su disertación alquilada, no fue dicho pasajero, una baladronada, algo impensado, sino un mensaje cuidadosamente meditado para hacer daño, envenenar aún más el ríspido ambiente poselectoral, para molestar al ofendido a quien le birló el triunfo usando para ello los múltiples y poderosos instrumentos a su alcance. Fox lo hizo, en especial, para enviar un mensaje de advertencia a Calderón y restregarle su debilidad de origen, las facturas pendientes que le tiene archivadas y para resguardarse, él mismo, de males que presiente venir.
Pero los que sostienen la limpieza y legalidad electoral poco han querido reparar en las palabras malditas que Fox lanzó al ruedo. Pretenden arrumbarlas junto al inmenso cúmulo de pruebas, directas e indirectas de la ilegalidad del proceso electoral. Tal como también tratan ahora de diluir las tardías revelaciones del gobernador de Coahuila a quien Fox le solicitó, en las mismas oficinas en Los Pinos, que fabricara culpables a modo para proteger a funcionarios torpes o empresarios voraces.
El proceso electoral, así trampeado por los poderosos, ha dado como resultado el desprestigio de las instituciones electorales del país, un presidente oficial, otro legítimo y una herida en el cuerpo social de la nación que está ahí y que, por la rampante impunidad que atosiga a la sociedad entera, se ensancha con el paso de los días.