Usted está aquí: domingo 25 de febrero de 2007 Sociedad y Justicia Eje Central

Eje Central

Cristina Pacheco

Cruces

El año pasado los ventarrones de marzo se llevaron el techo de la casa. María Remigia aún está orgullosa de haberlo repuesto sin ayuda de Mauro. El apenas aceptaba la función de padrastro y desapareció en cuanto supo que iba a ser padre. El bebé nació muerto. La huida del hombre no valió la pena, dice María Remigia cada vez que repasa con su madre las vicisitudes de los últimos tiempos.

El abandono de Mauro la llevó a tomar la decisión de permanecer sin pareja por el resto de su vida y consagrarse al cuidado de sus hijos: Jonathan y Annayetzi. Para ellos construyó un nuevo techo con plásticos, cartones y tablas. Recogió esos materiales en los alrededores de la fábrica de tubos vecina de la presa: apenas un charco hediondo, verdoso, donde sobresale -entre toda clase de desperdicios- una cruz de madera.

Por sus hijos María Remigia rompió el aislamiento en el que los celos y la violencia de Mauro la tenían confinada. La disposición a trabajar la hizo darse cuenta de su ignorancia; sus conocimientos no iban más allá de las labores domésticas -cocinar, acarrear, lavar, planchar, remendar-, así que buscó empleo en los negocios donde podría aplicarlos: fondas, tianguis, mercados, pollerías...

Las exigencias de la maternidad le impidieron adecuarse a los horarios diseñados por los patrones. María Remigia decidió pedirle ayuda a su madre, Arcelia. Ella estuvo dispuesta a brindársela. Para eso tendría que abandonar su trabajo como cuidadora de enfermos. María Remigia comprendió que con lo que pudiera ganar le iba a ser imposible sostener a sus hijos y a su madre.

Aquella tarde regresó a su casa en un estado de angustia que la llevó a maldecir a sus niños. Los llamó "estorbos", "inútiles", "fastidiosos". Ellos se mantuvieron abrazados, llorando en silencio. María Remigia acabó por decirles que cuando fueran grandes y se encontraran en una situación semejante a la suya comprenderían su actitud, pero antes quiso que la perdonaran. Jonathan aseguró que nunca más iba a enojarse porque no le compraba unos tenis con suelas luminosas; Annayetzi prometió descargarla de obligaciones y ayudarla en el cuidado de la casa. Los dos niños juraron que no abandonarían la escuela.

A la mañana siguiente todo volvió a ser como antes: Jonathan le preguntó a su madre cuándo le compraría los tenis con suelas luminosas. Annayetzi se negó a lavar los trastos de plástico que desde hace varias semanas atestan el fregadero.

María Remigia otra vez concibió como un fardo la presencia de sus hijos e interpretó como abandono el hecho de que se fueran a la escuela dejándola en su casa: una confusión de cuartos a medio hacer, catres agobiados de ropa sucia, aparatos descompuestos, fierros inservibles, tambos y ruedas de bicicletas (la herencia de Alfonso, su marido).

A los 24 años, enfermo de alcoholismo, Alfonso murió ahogado en la presa. Dejó a María Remigia con dos hijos -uno de seis y otra de cinco años- y ocho bicicletas que no alcanzó a reparar. En memoria de aquel capítulo quedan algunas ruedas colgadas en la pared y la cruz carcomida en medio de la presa.

II

Aquella mañana, al verse sola en una casa donde por todas partes encontraba el reflejo de su miseria, María Remigia tuvo miedo de sus impulsos: quemarlo todo y esconderse donde ni sus hijos pudieran encontrarla. Para huir de tan malos pensamientos salió dispuesta a refugiarse con su madre. Recordó que a esas horas Arcelia estaría cuidando a don Silvestre: un anciano abandonado. Sintió una mezcla de rabia y celos. Vencida una vez más, se echó a caminar sin rumbo fijo hasta que comprendió que lo único posible era regresar.

María Remigia miró a la distancia su casa levantada en lo alto de una cuesta. El sol se reflejaba en los plásticos que ella había tendido de un muro a otro para sustituir el techo de cartón arrancado por los ventarrones de marzo. Mientras hacía el trabajo muchas veces estuvo a punto de caer al barranco: un basurero a cielo abierto que en septiembre y octubre se salpica con los tonos de las flores silvestres.

A punto de llegar escuchó el llanto desolado de un niño y los gritos de su madre: amenazaba con golpearlo si no le prometía quedarse encerrado, sin abrir la puerta ni acercarse a la estufa, mientras ella no regresara del trabajo. Los gemidos se volvieron aún más desgarradores y María Remigia no pudo resistirlos.

Sin pensar en las consecuencias de su intromisión, se acercó al punto del conflicto y desde la ventana le reprochó a la desconocida su crueldad. La mujer, recién llegada a la colonia, le respondió que no se metiera en lo que no le importaba. María Remigia, al ver al niño de tres años vestido sólo con camiseta y tenis, no dudó en seguir abogando por él. La madre se echó a llorar doblemente desconsolada: por el sufrimiento que tenía que infligirle a su hijo, y porque se acortaba el tiempo para llegar a la fábrica de envases donde al fin había conseguido trabajo.

María Remigia se acercó a la ventana y señaló hacia los techos de plástico de su casa. Si la madre estaba de acuerdo, el niño podría quedarse allá hasta la hora en que ella volviera de la fábrica. La mujer la miró con desconfianza. María Remigia procuró desvanecerla diciéndole que ella también era madre soltera, que estaba pasando por una situación idéntica a la suya, y ya que no podía resolverla, deseaba brindarle ayuda por lo menos hasta el momento en que también consiguiera empleo.

Las dos historias se fundieron en una. Lo único distinto eran los nombres de los nuevos protagonistas. La desconocida se presentó como Zoila. Aplicó su sentido de la justicia y le ofreció a su nueva amiga cinco pesos por cada día que le cuidara a su hijo: Piedad de Jesús. Al escuchar ese nombre, María Remigia comprendió que el niño iba a ser su tabla de salvación. No se equivocó.

III

Bajo los techos de plástico hay un cartel: "La casa de María Remigia". Desde la hora en que Jonathan y Annayetzi salen a la escuela, el patio se va poblando con bebés y niños de hasta cuatro años. Sus madres, casi todas solteras o abandonadas, los dejan al cuidado de María Remigia con la seguridad de que ella los atenderá como si fueran suyos.

Cada una de sus clientas le entrega cinco pesos diarios y el fin de semana María Remigia comprueba que reunió un poco más de lo que hubiera ganado trabajado en una fonda, en un tianguis o en una tintorería. Pero no es suficiente para cubrir las exigencias de sus dos hijos y ha colocado junto a su puerta un anuncio adicional: "Se vende agua hirviendo para sopa instantánea". Hasta a ella la sorprenden las ganancias que obtiene a cambio de prestar un servicio que consiste en tener siempre ollas sobre una parrilla eléctrica.

Entre las dos actividades María Remigia se da tiempo para ejercer vigilancia sobre sus hijos: observa la mirada y los movimientos de Jonathan para asegurarse de que el niño, que ya cumplió 7 años, no haya seguido el mal ejemplo de sus vecinos adictos. Es más rigurosa con Annayetzi. La estremece pensar que su nombre pueda sumarse a las listas de jovencitas raptadas, como ha leído en La Prensa.

María Remigia sueña para sus hijos un destino mejor. Resume sus anhelos en un simple deseo: que lleguen a vivir en casas de verdad, de tabicón y ladrillo, de modo que los vientos de febrero y marzo no representen el peligro de quedarse sin techo.

En cuanto a su madre, también tiene planes: retirarla de trabajar atendiendo enfermos y traérsela a vivir con ella para que la ayude en el cuidado de los niños. Cada día son más los que llegan a su casa. María Remigia piensa convertirla en una escuelita en forma, pero antes tendrá que retomar sus estudios. Los interrumpió a punto de concluir la primaria. Su novio Alfonso -un mecánico 10 años mayor que ella- la embarazó, los padres insistieron en casarlos y ella aprovechó para abandonar la escuela. Su matrimonio duró hasta la muerte de Alfonso. En su memoria hay una cruz de madera clavada en la presa.

 
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