Sin diagnóstico
Hace muchos años escribí en estas páginas un artículo intitulado "La enfermedad no enfermedad", donde reflexionaba acerca de los problemas que enfrentan enfermos y médicos cuando la ciencia no es suficiente para explicar o darles nombre a los dolores y a las quejas de los afectados. "Sin diagnóstico" sustituye el título previo; sirve, además, como pretexto para abordar nuevamente ese tema desde otras perspectivas: las de los médicos desarmados a pesar de la tecnología, y de su incapacidad para responder a las demandas de los pacientes, cuya existencia ha sido trastocada por situaciones desconocidas y que alteran la cotidianeidad y la calidad de vida de las personas.
"No hay nada vivo en mí. Estoy habitado por el padecer. Soy dolor, soy sufrimiento", es la nota introductoria que extiende un enfermo antes de iniciarse la consulta. Su facies revela angustia pero no enfermedad, impresión que se confirma después de la exploración física. Estos pacientes son similares: sus dolores no se corresponden ni con los hallazgos en el consultorio, ni con las opiniones de otros facultativos, ni con las pruebas que se realizan en el laboratorio o en el gabinete. Los resultados suelen ser concluyentes: no existe patología demostrable. Sin embargo, el enfermo está enfermo. De no ser así, ¿para qué acudir con el médico?
"He empeorado. Mi cuerpo, otrora sano, se ha convertido en un huésped indeseado, en una vida herida que me reclama atención todos los días y que me impide pensar, gozar e incluso hablar conmigo mismo", es la nota con la que se presenta en la consulta siguiente el mismo enfermo antes de conocer los resultados de sus exámenes. Misma dicotomía: los guiños revelan dolor, el cuerpo salud. ¿Cuál es el diagnóstico?, ¿qué decirle al interesado? Tiempo atrás el diagnóstico en estas personas, sobre todo cuando eran mujeres, se denominaba histeria. ¿Quién no recuerda a Anna O, la famosa paciente histérica de Sigmund Freud?
Afortunadamente, por ser despectivo, el término "histérica" ha caído en desuso. Ha sido sustituido por otros poco adecuados: esencial, funcional, sicogénico o de origen desconocido. Aunque ninguno de los conceptos previos es "bueno", el lenguaje médico no ha sido capaz de generar descripciones ad hoc para esa nada despreciable porción de enfermos. Y no lo ha encontrado no por la pobreza de las palabras o por la imposibilidad de crear un lenguaje nuevo, sino porque, en realidad, no existe el conocimiento suficiente para diagnosticar "correctamente" a estas personas. El problema es de gran envergadura si se considera que, dependiendo de las fuentes consultadas, los pacientes con enfermedades funcionales -sin diagnóstico- constituyen hasta 40 por ciento de las consultas de atención primaria.
Afirmarle al enfermo que su mal carece de diagnóstico, o para ser "más suaves", comentarle que es de origen funcional, es decir, que no es posible demostrar patología utilizando los medios existentes, no es tarea ni fácil ni agradable. A los médicos les encanta el poder, ¿cómo admitir que no saben con exactitud qué es lo que le sucede al enfermo? Como en la mayoría de las disciplinas, las etiquetas son necesarias, e incluso son parte de la modernidad; es más cómodo lidiar con nombres que con figuras innominadas. Este grupo de enfermos, como ya escribí, es similar por dos razones; la primera es que la afirmación del galeno de que "todas" las pruebas son negativas lo compromete, pues supone que ha excluido "la mayoría" de las enfermedades que pudiesen explicar los síntomas de la persona; la segunda es que los pacientes no fingen: sufren, sienten, viven los que cuentan. Mejorar la condición de estas personas no es fácil pues, además, con frecuencia, rechazan diagnósticos siquiátricos como depresión o ansiedad. Estudiarlos "a fondo" puede implicar gastos muy onerosos y la posibilidad de generar daños durante los estudios. Entonces, ¿qué hacer? Paciencia, empatía, comprensión y prudencia suelen ser buenas recetas.
Recurro a otra nota de un enfermo: "Los médicos no saben lo que sentimos. Nuestros dolores son intransferibles y las palabras, con frecuencia, no evocan lo que buscan. Lo mismo pasa con el semblante, con el cuerpo: no es menester desintegrarse a pedazos ni perder la expresión para sentir que la vida se agota".
Leer las palabras -leer como forma de diagnóstico- y leer en los guiños -escribo en los guiños, no escribo los guiños- de los enfermos debería ser una costumbre médica que con el tiempo sería deseable que se incrementase; podría, si no suplir, al menos complementar lo que ofrece la pesada parafernalia tecnológica. Muchos de los pacientes sin diagnóstico escriben o cuentan suficientes notas acerca de sus males cuya lectura suaviza la crudeza de ser víctima de una "enfermedad no enfermedad". Esas reflexiones permiten penetrar al enfermo. Penetrar al enfer- mo implica ofrecerle suficientes elementos para detener el peso de sus dolencias y para que se reinstale, con mayor vitalidad y menor dolor en la vida.