Ventana tiznada
El vidrio tiznado de la ventana estaba poblado de siluetas y viñetas accidentales, como nacidas en una página de cuaderno de Paul Klee. Qué fuego ahumó y cuándo la ventana era información no confirmada, salvo mejor hipótesis, pero pudo ser la semana pasada o hacía meses. No era vidrio que le hubieran pasado un trapazo de Windex recientemente.
¿O la borrosa opacidad se debía a sus lagañas después de una larga noche en vigilia y debatiendo con gente; una madrugada de sueño desordenado; un prematuro despertar? Necesitó unir como con 'diurex' dos o tres fragmentos de memoria para armarse la respuesta a: ¿dónde estoy? y ¿cómo llegué aquí?
Mal cubría el catre que acababa de abandonar una sábana prestada que en sus dobleces parecía diseñada por un loco, luz y sombra caprichosa, melódica.
"Moverse es huir. No moverse también". Eran el tipo de cosas que pensaba cuando ¡zaz!, un rocazo se estrelló contra el vidrio tiznado con un estruendo espantoso que le dio taquicardia de inmediato y la puso en un agudo estado de alerta.
Por extraño que parezca, el vidrio no se rompió. Apenas si le quedó un eco retumbante muy por lo bajo.
Con uñas de gato y furtivos ojos de lince miró a la calle pues detrás de toda pedrada hay una mano, y esa mano es de alguien, y ese alguien, ¿qué onda?
Más que una riña, lo que vio abajo fue una batalla campal. De un lado un numeroso grupo de hombres, la mayoría jóvenes, arrojaba rocas y otros objetos sólidos contra una columna de policías en armadura de acrílico y hierro que apuntaban lanzagases sin disparar. Aún. Los jóvenes se cubrían el rostro con chamarras, sudaderas, jergas, más que para ocultar el rostro, para aguantar la inminente gaseada.
A tanto ajetreo, ¿cómo era que ella no había escuchado nada? ¿Lagañas en los tímpanos también? ¿O eso la despertó? O estaba sorda, o lo que ocurría calle abajo era una violencia en sordina. El zafarrancho le pareció de una coreografía grave.
La valla de policías quería avanzar pero la frenaban las lapidaciones de los jóvenes. No había gritos, ni lamentos. Sólo secos golpes de los escudos de acrílico, en el suelo, en los cofres y parabrisas de los pocos carros estacionados.
Recordó en dónde estaba y se preguntó si fue buena idea haber venido. En cualquier momento la policía podría entrar a catear las casas. Una rápida nube espesa, como aquejada de ictericia, salió de la columna blindada y chocó contra la primera fila de insurrectos. La visibilidad disminuyó considerablemente. El ataque del gas, paradójicamente, les cubrió el repliegue a los jóvenes.
Cuando la columna de policía avanzó, y tras ella sus carros y tanquetas, los agentes pateaban piedras sin topar con nadie. Clara pensó, se sintió en un sueño. Lentos, mecánicos, poderosos, los policías recorrieron palmo a palmo la calle desierta como una marabunta que arrasa la hierba. Sus máscaras antigás y sus cascos les anulaban el rostro. No bien se alejaron, pululó tras ellos lo que parecía una banda de pistoleros despeinados y con camisetas futboleras pateando las puertas de las casas. Clara comprendió que eran la retaguardia de las fuerzas del orden, los cimientos verdaderos del estado de derecho vigente. Por fortuna los bandidos también siguieron de largo.
La calle quedó desierta. La nube de gas comenzó a disiparse. No había nadie. Quizá nunca hubo. Por eso no la ruborizó percatarse hasta entonces que sólo llevaba encima una camiseta breve y los chones. En ningún momento le pareció que alguien en la refriega mirara hacia arriba y la viera, tras la gran ventana tiznada, del piso al techo y las cortinas descorridas, con las piernas desnudas y tamaños ojos presenciando con estupor y reverencia la batalla de todos los días en estos días tan proclives a las batallas.