Antrobiótica
Monterrey al fondo
Ampliar la imagen Estando en Monterrey no hay razón para regresar a la ciudad de México Foto: Carlos Ramos Mamahua
UNO. Si yo tuviera lana, viviría en hoteles. Me gusta: siempre estás solo y nada es tuyo, todo es pequeñito y cabe en bolsas ziplock; la tele se queda prendida toda la noche -inútilmente, a veces en un canal porno (te has masturbado para superar el insomnio)-; duermes en cualquier posición en esa cama enorme, sin destenderla -para qué- y cuando despiertas saltas de un canal a otro entre programas que no son familiares y entorpecen con un ruido plano tu cerebro; en el baño siempre está el agua caliente y el espejo te reproduce hasta la cintura o el pene -qué viejo te estás poniendo-, y sales a una ciudad que te desconoce y huele diferente y sabe a otras cosas. Cuando al buen Haussmann le encargaron la remozada de la rive droite de París, hace como 150 años, traspapeló un edificio precioso (quién sabe dónde lo puso), medio mundo lo daba por perdido y, de repente a principios del siglo pasado, apareció -imposiblemente- en el centro de Monterrey. Ahora es un hotel, el Ancira, que abajo tiene un bar que se llama 1900, con una gran barra y mobiliario de madera y reproducciones de Toulousse en las paredes, y cierra a las dos de la mañana. Si yo tuviera lana viviría en el Ancira, al menos de vez en cuando.
DOS. EL INDIO Azteca es como el anverso del 1900. Anda por la misma edad, pero vive en la fea avenida Francisco I. Madero (el número es 1101 Oriente). De las paredes no cuelga Toulousse, sino trofeos de caza y pesca, y es, literalmente, para hombres: impide la entrada a las mujeres, como en las cantinas de hace décadas. (Quién sabe. A veces dan ganas de volver a eso. Nomás por jodernos). El servicio es amabilísimo y el local es ideal para planear la tarde con tequila o chelas y botanas. Por ejemplo, un plato de chicharrón o un hígado de puerco hervido con orégano, tomillo y laurel -que le dan un agradable golpe aromático- y que se sirve frío, con totopos, una salsa pico de gallo y limón: el conjunto es extrañamente refrescante, con un culito de acidez que hace agua los costados de la lengua.
EL INDIO ES como el anverso del 1900 pero es también lo contrario de lo que está pasando (o parece o dicen que está pasando) del otro lado de la ciudad, en la Del Valle. Hace varios años la excelente revista Saveur vino a Monterrey y ya intuía que Guillermo González Beristáin estaba renovándola glotonamente y, casi casi, inventando un nuevo comensal regio... Había abierto el sensacional Pangea y luego la potente Catarina, junto al Gran San Marcos en Morones Prieto (por cierto: potente riñonada de cabro y muy dignos frijoles con veneno), pero casi todo estaba por venir. Ahora hay un montón de locales sumamente visitables, algunos muy mamones, otros nomás tantito respingados; en varios de ellos se come delicioso. Está, por ejemplo, La Leche, en Río Amazonas 132 L5: un choricito blanquérrimo donde Alfonso Cadena, un chef con un saludable parecido a Nigel Kennedy, propone unos cuantos platos al día en un pizarrón también blanco: tortellini con jugo de carne, sirloin en vino tinto sobre un tosco y sabroso puré de papas y yerbas, enorme chuletón de cerdo en salsa de espresso, barbacoa de pato: cocina frontal, fornida, cabronsona, con güevos. Está Pancracio, en Gómez Morín 325, que se va por un carril más tranquilo: espagueti con corazones de alcachofa, salsa de queso suave y almendras, poulet rôti con hongos silvestres, puré a la antigüita y salsa de mostaza de Dijon: hasta el chicharrón de pato en salsa de pasilla es mild. (Detalle cagadísimo: en Pancracio, los cubiertos vienen en un vasito de plástico aplastado, como de borrachera en prepa. En realidad es de cerámica.) Está La Boga en Gómez Morín 200: Jimmy Zamora, discípulo de Gastón Acurio en Astrid y Gastón y La Mar en Lima, sirve causas, esa forma extrema del puré de papa, con king crab y emulsión de chile togarashi, anticucho o brocheta de filete con ají panca (buenísimo, con varias zonas tiznadas) y varios woks chinolatinos: el criollo trae pescado, camarón, calamar y pulpo en soya. También hay detalles peruanos en el Señor Tanaka, en calzada San Pedro 102, un local oscurito, como para fajes secretos: hay que pedirles el anticucho de res, las brochetas de robalo platicadoras, el sashimi de pulpo con ají panca y el trabado filete de res añejo, con salsa de teriyaki y balsámico. También, de repente, tienen o'toro pero el nigiri tamaño dedo pulgar anda en 275 varos. Tú sabrás. Y está Bardot, el nuevo bistr´O de González Beristáin, pequeño y guapetón (el lugar; el chef más bien es grande aunque de no malos bigotes), elegante a pesar de un detalle kitsch. Hay que ir de noche y con hambre para no perderse el imposible cassoulet, platón endiablado de frijoles con embutidos y una verdadera colección de grasas diferentes, cada una más hiriente que la anterior. Quién sabe si en México alguien haga uno mejor.
TRES. YA DE vuelta en el hotel, sin ligue, abigarrado y borracho, rodeado de pequeñas cosas que no son mías, en el baño, lejos de la cama enorme, deliciosa y dura, el espejo me reproduce inútilmente: qué gordo me estoy poniendo. Monterrey está abajo y al fondo; no hay razón para regresarme a México.