¿Qué Estado?
Ahora que se habla tanto de la reforma del Estado convendría hacernos de nuevo la pregunta de si existe un mínimo acuerdo sobre lo que aquí y ahora significa un Estado reformado. Y no me refiero sólo a los temas obvios de la agenda ya aprobada en la que figuran asuntos relevantes, como la cuestión electoral y otros, cuyo propósito es dar a la democracia instituciones más adecuadas. No, me refiero a si tendremos en el seno del Poder Legislativo el debate que hace falta sobre los fines del Estado en una sociedad como la nuestra, es decir, si serán capaces de revisar los supuestos racionales que inspiran la Constitución, mejorando la norma sin sacrificar la renovación del programa nacional, popular y ciudadano contenido ella.
A fin de cuentas, de la naturaleza de la respuesta a dicha cuestión depende, en última instancia, el destino final de la pretendida reforma que debería sentar las bases para un nuevo régimen político. Si, por seguir en la línea abierta ya hace demasiadas décadas, el objetivo del Estado se reduce -además de cumplir las funciones básicas universales- a procurar las condiciones para el desenvolvimiento sin obstáculos del régimen capitalista -con las adiciones "humanistas", "cristianas" o"solidarias" que al presidente de turno le inspire a dicha tarea-, entonces, la reforma planteada tenderá a fortalecer el poder de la iniciativa privada por encima de otras preocupaciones de índole social o colectiva, desplazando los obstáculos que aún hoy se interponen a la plena satisfacción de dicho ideal, por cierto incumplible en el mundo globalizado de hoy.
Si, por el contrario, el propósito de la reformas consiste en renovar el sentido popular de la Constitución de 1917, impulsando un Estado social y democrático de derecho, plenamente moderno, el énfasis tendría que ponerse en los mecanismos institucionales que favorecen la redistribución del ingreso y la participación ciudadana, tanto en la fiscalización del gobierno como en la gestión de los espacios públicos.
Una economía mixta con democracia, por llamarla de alguna manera, no tiene por qué conducir al estatismo (ni a la "corrupción originaria de capitales") de las épocas autoritarias del viejo presidencialismo, pero sí debería servir para establecer un principio de orden en las prioridades nacionales en tiempos de globalización, acotando la ya excesiva influencia de los llamados poderes fácticos que ahora pretenden pasar por encima de las ordenanzas del Estado, como si fueran un poder autónomo. En vez de volver al caduco "Estado propietario", se trata de que las instituciones cumplan con un propósito superior: servir a la comunidad y no, como ahora ocurre, que en nombre del "interés general" se favorecen los privilegios de la pequeña minoría convertida en dueña del país. Sobre ese fondo se desarrolla, a querer o no, la confrontación política mexicana, y del rumbo que ahora se tome depende qué México deseamos para mañana.
No es una disputa nueva en México. Ya un brillante "revolucionario moderado", Alberto J. Pani, advertía al recién investido presidente Lázaro Cárdenas sobre los riesgos de "una tendencia izquierdista extraconstitucional y antieconómica del nuevo gobierno" (en Apuntes autobiográficos, INEHRM, 2003).
Más tarde, al saludar la llegada de Avila Camacho a la Presidencia, el prestigiado ex ministro de Hacienda saludó con satisfacción la marginación de las figuras sovietizantes y comunistoides que, bajo la conducción de Cárdenas, impulsaron las grandes reformas de ese sexenio. Así que no es una invención neoliberal exclusiva la creencia de que la Constitución tiene como cometido asegurar las condiciones para el despliegue capitalista, así lo haga con ciertos "ribetes de socialismo", como llama Pani al compromiso constitucional con la nación, de suyo depauperada y excluida.
Argumentos semejantes se emplean en la actualidad para justificar una política que enriquece aún más a unos pocos y lanza a la miseria a millones de ciudadanos. Hay que optar. O el Estado sirve para que el objetivo de la justicia social se cumpla, o ayuda -a la manera hipócrita del presidencialismo autoritario o cínicamente, como Fox- a entregar el patrimonio nacional a unos cuantos empresarios cada vez más poderosos. Dicho en pocas palabras: o la reforma del Estado se realiza para aceitar los mecanismos de un capitalismo carente de aportaciones estratégicas al desarrollo nacional o contribuye a crear instituciones democráticas cuya tarea sea promover la participación y la solidaridad social en un país desgarrado por la desigualdad y la extrema polarización del ingreso. No se trata, como sugieren algunos liberales de última hora, de quebrantar las grandes empresas mexicanas a título de la hipotética competencia globalizada, pero sí es pertinente ajustarlas a una nueva legalidad que tome en cuenta la desigualdad, cancelando los favores fiscales que hoy bajo cuerda o legalmente se les han concedido, así como los beneficios extraeconómicos derivados de su situación única en el mercado.
Importancia crucial revisten las empresas públicas. Para preservarlas como parte del activo nacional es insuficiente repetir que Pemex y CFE no se "privatizarán", sin adoptar a renglón seguido las medidas que podrían salvarlas del desastre anunciado por las autoridades. Pero no es eso lo que pretenden el gobierno y los grandes capitales interesados en "invertir" en el ramo de los energéticos, para extraer una buena tajada de los beneficios obtenidos, paradójicamente, de empresas en crisis.
El problema no está, pues, en la propiedad estatal -como demostró a su tiempo Rafael Galván-, sino en el modo como ésta se tuerce para atender intereses que no son aquéllos para las cuales fueron creadas: no hay empresa en el mundo que aguante la vampirización fiscal, la corrupción sindical, el endeudamiento irracional, la carga de las prebendas, así como el descrédito al que continuamente son sometidas por sus administradores y principales beneficiarios, el gobierno federal y sus socios privados.
En vez de promover una reforma fiscal a fondo, prefieren aliviar la debilidad financiera privatizando aspectos claves de la explotación energética o trasladando a la ciudadanía la obligación de pagar, vías impuestos a medicinas y alimentos, una política económica que ha dado magros resultados en términos de crecimiento económico. Hoy no será fácil ese camino, aunque la derecha siga polarizando la vida pública.