Política cercada
Si la política es en buena parte lo que hacen los políticos, está cada vez más envuelta por su propia ineficacia. En ocasiones parece la imagen de un perro dando vueltas sobre sí mismo al tratar de morderse la cola.
Se habla así de seguridad en medio de balazos y de muchos muertos; de gobernabilidad en un entorno de creciente insatisfacción, de gestión eficiente de los asuntos generales con un Estado que no tiene recursos para gastar en el bienestar de la gente, que se ha ido negando a sí mismo y acabado con la capacidad de administrar los bienes nacionales, entre ellos, la menguante riqueza petrolera.
Se habla de crecimiento productivo y salud económica mientras las escuelas públicas y hospitales tienen grandes carencias, cuando se ha dejado a quienes trabajan en una creciente indefensión por la falta de empleos y se les ha puesto en manos de especuladores privados a los que se transfieren forzosamente sus pensiones.
Se habla de progreso en el contexto de una enorme desigualdad social y la expulsión creciente de mexicanos fuera del país. Se habla de democracia en el marco de la desconfianza y mientras los que gobiernan y dirigen las instituciones siguen operando en medio de prácticas patrimoniales que no quieren superar.
Una situación como ésa, que se asienta en profundas distorsiones del funcionamiento de la cosa pública, no puede más que cerrar los espacios en los que maniobra el gobierno y tensar las relaciones sociales. Así, parece que todo se mantiene en la misma posición: estancado, sin movimiento. Pero, en efecto la sociedad se deteriora y desgasta de modo permanente.
Estas contradicciones se expresan de forma bastante explícita en lo que podría considerarse como un rasgo central del patrón de crecimiento de la economía y del carácter de la política pública. El crecimiento tiende a concentrar la pobreza, mientras la política económica tiende a concentrar la riqueza. La tensión entre estas dos fuerzas provoca la ampliación de la brecha de la desigualdad y la reducción constante de la eficacia productiva. La combinación es sumamente perversa.
Las rutas de convergencia en la dinámica social no funcionan, la desigualdad y la inequidad se reproducen como las células del cáncer en un proceso de metástasis. Eso ocurre en distintos ámbitos como son: el de los sectores productivos y el de la geografía, o sea, el emplazamiento territorial de la población y las actividades que generan empleos e ingresos. Genera, también, la desigualdad cada vez mayor entre los grupos de la población, lo que debilita sensiblemente cualquier fuerza que pudiera tender a crear una mayor cohesión social, en el sentido más general de la identificación con algunos referentes que abarquen a la comunidad. El retroceso reciente en este campo es muy significativo.
Al mismo tiempo, la convergencia con el exterior tiende a concentrarse sólo en aquellos sectores productivos y aquellas empresas que participan de las corrientes mundiales del intercambio comercial y de las inversiones. Y esta condición abarca, por supuesto, sólo a aquellos grupos de ingresos suficientemente altos para ser partes del mercado global de consumo. Los demás quedan marginados y hasta excluidos, y son desplazados en un sentido estricto tanto en el país y, especialmente, en términos de la migración.
Que el proceso de crecimiento económico provoque concentración de la pobreza no debe sorprender a ningún estudioso de la historia y la teoría económicas. Por eso es que uno de los grandes debates recurrentes concierne al elemento clave de la política, que es la intervención estatal para deshacer o aminorar las fuerzas que actúan en esa dirección. Pero en México la relación es a la inversa y la política pública no sólo es inútil como factor de compensación de la desigualdad y la falta de equidad, sino que las fortalece mediante su intervención para concentrar la riqueza.
La política tributaria, y en general la fiscal, es un caso ejemplar de devolución perversa de recursos, ventajas y privilegios que favorecen la concentración de la riqueza y del poder. Si esta esencia no se reconoce de manera abierta en cualquier propuesta de reforma fiscal y se actúa decisivamente al respecto, el esfuerzo será en vano. Podrá dejar satisfechos a muchos y conseguir el aval del Fondo Monetario Internacional y de la OCDE, pero no podrá modificar las condiciones que mantienen la baja productividad económica y la perversa rentabilidad social.
Y dicha reforma fiscal no puede verse tampoco de manera aislada si otras prácticas permanecen igual; ahí están las formas de regulación de la competencia, las atribuciones de la Secretaría de Hacienda, o bien la naturaleza autónoma, pero sin rendición de cuentas, del banco central. Esto es el entramado institucional que define a la gestión gubernamental, y que es arcaico y promueve las formas más atrasadas de redistribución social.