Pescadores y policías
La mano que empuña el machete da un punto y aparte. A Gordon le sorprende la rapidez de movimientos de Cato, el pescador de más aire en La Estancia. Sus reflejos, que tal vez representan su nombre de gato, le avisaron por adelantado que le venía un vigazo directo a la nuca, y despídete cráneo. Gira como en película china de artes marciales, aprieta el machete y sin mirar lo blande recio y de lado, en posición bofetada, y zaz, tumba al Ignacio, que a traición le iba a sacar el alma.
Según que se podían arreglar, pero la intención del Ignacio de entrada era mala. Vino a obligar a los pescadores de La Estancia a pagar "impuesto" a los nuevos jefes drogueros de la zona. El Ignacio, con su uniforme de policía, se creía tan seguro que la riña no le iba a dañar ni un rasguño. Cuatro escoltas bien armados y su cara de "señores, orita aquí somos el gobierno" hacían del Ignacio un paradigma de la impunidad.
Y cuál. Para empezar, Cato tampoco está solo. Es su territorio. Ni tiempo tiene la escolta de echar mano a sus R-15 cuando ya les cayeron los pescadores de la cooperativa, que si para algo son buenos es para apresar el pescado fresco. Gordon como de costumbre se pregunta, "qué hago aquí", pero ya ni modo, a ver en qué termina. El latigazo del machete en plena mejilla desequilibra al Ignacio y lo derriba. Al vuelo le pesca Cato el arma.
En menos de un minuto la incursión de madrinas policías se colapsa a manos de los pescadores, que hasta las llaves de la camioneta les quitan, y los regresan a pie por todo mensaje, por toda respuesta.
El capitán Gordon no se repone de la impresión. Y le reclama a Cato:
-Canijo, hubieran avisado. A lo mejor ni vengo.
Cato lo mira como no burlándose por respeto, no por falta de ganas. Levanta el R-15 del Ignacio y gesticula un "qué le vamos a hacer" que a Gordon le parece infantil, pero no fuera de lugar. Tan serios durante la negociación, los pescadores dan rienda suelta a la celebración de los incidentes, vieron qué cara, a ver cuándo regresan por sus botas, si se atreven.
Gordon se preocupa de que aquello sea una locura. ¿Cuántos y cómo van a volver la próxima vez a cobrar el "impuesto"? Cato no parece pensar en eso. Más bien piensa lo mismo que dice:
-Creo que van a dejarnos en paz un rato. Aquí no es de ellos, y no lo necesitan. Ya controlan lo que les sirve controlar. ¿Tú qué crees que no llegan hasta el gobernador? Para qué le mueven. Si la hacen más grande se les cae el teatro. Les estorbamos, pero tendrán que aguantarnos.
En determinadas circunstancias, Gordon puede ser reflexivo. Se plantea de improviso zarpar. No tenía para cuándo, mas podría ser ahora mismo. Sigue a Cato para comunicárselo, pero éste echa a andar sin volverse a mirarlo. Así un buen rato. Suben al peñón del faro. Cato se detiene en el terraplén equidistante de la playa y el acantilado. El sol en el cenit. Y clava la vista en el océano impaciente. Gordon lo alcanza y mira en la misma dirección. Lo que piensa o siente se le revela irrelevante, como esas noches que uno observa la Vía Láctea con la espalda en la tierra y se sabe hormiga en el Universo.
En su rotunda explosión las olas parecen más gigantes de lo que son. Contra las rocas que llevan siglos y siglos resistiendo al abrumador océano, la masa espumeante y salobre brama, pugna, rompe estrepitosamente con el lento odio de las eras traicionadas. Inconmovibles, eternas, las rocas oponen su negro desdén y alojan miles de cangrejitos apresurados, unos ermitaños y otros no tanto, hijos, nietos y bisnietos del mar crispado. A ellas arriban cormoranes y pelícanos a reposarse y contemplar indolentes la exasperación oceánica que ataca y retrocede una y mil millones de veces a sol y sombra, tormenta y brisa, infierno o primavera, qué más dándoles que sea la posmodernidad o la edad del bronce, si para las aguas y la inconmensurable dureza de las piedras siempre y nunca suceden sin descanso, desde el principio, si alguno hubo, hasta el final, si lo habrá acaso.
Dice Cato:
-Pueden venir cuando quieran.
Gordon no sabe si se refiere a los policías, los narcotraficantes o las olas. Duda en creerle. Esos cabrones lo quieren todo, y si no ellos, algún congresista, un hotelero o algo peor. Al mar de antemano el destino de los seres vivos lo tiene sin cuidado. Su maquinaria oscila con la Tierra, las órbitas, las mareas, los deshielos. Y punto. Por eso Cato permanece tranquilo.