Menos de 500 fueron ayer a la Feria Torista
Para la segunda fecha de la Feria Torista la empresa de la México había anunciado un encierro de Funtanet, pero el juez Roberto Andrade lo rechazó el martes, provocando que el dúo formado por los renovadores Chilolín y Currinsky lo sustituyeran con otro sexteto de La Cardenilla, idéntico al de la semana pasada. Así, con la garantía de que las reses indudablemente renovarían el tedio de la corrida anterior, la gente prefirió irse al cine, quizá a bostezar con esa película llamada El minotauro, en la que un Teseo al que sólo le falta su Ipod conectado a la oreja para verse como un muchacho del siglo XXI, mata al célebre monstruo en el laberinto citándolo de largo a cuerpo limpio para hacerle un quiebre al momento de la reunión y estrellarlo contra las rocas.
Valga la alusión para recordarles a los criadores de gatos domésticos que el arraigo de la fiesta brava en la cultura occidental es más antiguo que La Ilíada y La Odisea, y que no lograrán ridiculizarla ni descalificar a quienes la aman y la defienden, inclusive a pesar de empresarios como Chilolín y Currinsky y ganaderos como el de La Cardenilla.
Para la función de ayer estaba previsto que tres guerreros bajaran dos veces cada uno a los laberintos de seis minotauros, durante la confirmación de la alternativa del poblano José Rubén Arroyo, un muchacho lleno de elegancia y valor al que hace algunos años una vaca le sacó el ojo izquierdo pero no lo quitó de los ruedos. Y como testigo de honor estaba en el callejón Armando Rosales El Saltillense, el mejor fotógrafo taurino de nuestro tiempo, a quien en su ya lejana adolescencia le ocurrió lo mismo.
Aunque la gente, dice, "me ve como si fuera un pianista manco", Arroyo no ha perdido la esperanza de triunfar y ayer se ciñó un traje de pasamanería color sidra con bordados en tabaco y una peculiar montera castaña colorada. Para su desgracia, le salió un paquidermo de nombre Madrileño, que le tiraba cornadas a las piernas sin pasarle en redondo ni una sola vez de lo manso que era.
Menos suerte tuvo con Cañí, de 550, que lucía los impresionantes pitones descaradamente rebanados y que toda la lidia se aferró a las tablas. A Enrique Espinoza El Cuate le tocaron Trovador, de 597, que era una pintura rupestre en tercera dimensión, porque no se movía, y a la que mató mal después de oír un aviso, y Gitano, de 553, con el que estuvo muy empeñoso tratando de embarcarlo en derechazos a media altura citando al pitón contrario, pero no había nada que hacer.
Al jaliscience Guillermo Martínez le salieron Sevillano, de 457, y Cantor, de 535, que no eran mejores que sus hermanos de reata, pero al menos el segundo de ellos produjo la única ovación de la tarde cuando alguien gritó desde el tendido: "Dos, uno, cero, chingue a su madre el ganadero", y los 500 espectadores que había en ese embudo para 40 mil se pusieron de pie aplaudiendo rabiosamente. Lo bueno es que, según las malas lenguas, Chilolín compró un lote de cien ejemplares de La Cardenilla con los que alejará a la gente de todas las plazas donde los lidie. Nunca más en la México, por favor.