Usted está aquí: jueves 26 de abril de 2007 Opinión Despenalización: triunfo de la razón

Adolfo Sánchez Rebolledo

Despenalización: triunfo de la razón

La derecha mexicana ha mostrado su perfil más atrasado y reaccionario. La actitud asumida en torno a la despenalización del aborto revela la persistencia de los viejos hábitos, la naturaleza intolerante de quienes se opusieron a que la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) diera ese paso necesario. Hay que insistir en una cuestión escamoteada durante el largo debate: nadie se pronunció a favor del aborto, al menos no lo hicieron los diputados bajo cuya responsabilidad se elaboró el dictamen correspondiente. Se trataba, y se trata, de atender un grave problema de salud que incide en la libertad de la mujer y en su derecho a decidir cuándo ser madre.

Al fijar las normas que de ahora en adelante regirán en esta materia, la ALDF ha salido al paso de una gravísima anomalía: la de castigar penalmente a las mujeres que interrumpan el embarazo durante las primeras doce semanas. Así, se cancela una disposición extrema que nunca logró impedir las prácticas clandestinas absolutamente riesgosas, sobre todo para las mujeres con menores recursos económicos y apoyo familiar.

La victoria es para las mujeres, para todas ellas, sean creyentes o no. Un reconocimiento muy especial se merecen las feministas, cuya actitud firme e informada fue decisiva para la construcción de una nueva visión del tema, superando los prejuicios, la indiferencia y la hipocresía de numerosos profesionales cobijados por el silencio cómplice de los políticos.

Gracias a las reformas aprobadas por la ALDF, en la capital de la República se asegura y confirma un derecho a cuyo ejercicio nadie obliga, pero sin duda salvará muchas vidas. En ese sentido, el aborto no desaparece como figura delictiva si se practica después del plazo fijado por la ley.

Por razones que debieran ser obvias, el Estado no puede entrar en el debate religioso acerca del pecado. Justamente la esencia del laicismo, concebido a la manera del liberalismo mexicano, consiste en separar por completo el ámbito de las creencias, protegidas por la ley de las obligaciones del Estado.

Es increíble que, a estas alturas, la jerarquía eclesiástica (incluyendo a la de otras denominaciones no católicas) exija al Estado la sumisión a las ideas religiosas, como si no bastaran las lecciones de nuestra propia historia para comprobar hasta qué punto es un error fundir en una sola entidad moral ambos hemisferios.

Sin embargo, a pesar de que no convencen, las exhibiciones callejeras de semanas recientes, la utilización fuera de toda consideración legal del púlpito para vertir amenazas y excomuniones, y ahora la utilización de los medios como único y último recurso creíble nos retrotraen a una época que muchos creyeron superada.

 
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