Novecento y Mastercard
Por alguna razón que se me escapa, no vi la escenificación de Novecento, una historia para soñar de Alessandro Baricco en su estreno en La Gruta que ahora, tras un largo recorrido que abarca el Festival de Mercosur en Uruguay, se restrena en el Foro Shakespeare. Baricco es un autor que fue lanzado a la fama por su novela Seda y es ampliamente conocido en todo el mundo tanto por sus textos como por su Taller literario Holden (nombre que es un homenaje a Salinger) y su escritura se ha visto como ''un novísimo discurso filosófico y literario" (Adriana Bernal en Nexos), dentro de una aparente sencillez, que fluctúa entre el surrealismo y lo real. Todo esto está presente en Novecento, la historia de un hombre que fue abandonado, a principios de siglo XX, recién nacido en la cubierta del buque Virginian que hacía la travesía entre América y Europa. El cajón en que yacía el bebé tenía las siglas T.D.limones, lo que fue interpretado por el marino Danny Boodmann como iniciales de thanks Danny, por lo que bautizó a la criatura como Danny Boodman T:D:Limones Novecento, esto último en honor del siglo que empezaba y que quedó como apodo del huérfano.
Al crecer, Novecento demostró desde muy temprano extrañas dotes para la composición musical, lo que lo hizo famoso en todo el mundo. El protagonista nunca abandonó el buque, pero fue capaz con su música de conocer los más recónditos lugares como si hubiera viajado por ellos. La obra es una metáfora poética del deseo de conocer la propia identidad, pero también a los miedos que ello, por desconocido, conlleva. Escrito en forma de monólogo y narrada por un saxofonista que llega a conocer y hacerse amigo de Novecento, el texto es de muy difícil escenificación porque en él concurren los más diversos personajes de géneros y caracteres diferentes, tanto los miembros de la tripulación como los pasajeros del barco. El director Marco Vieyra solventa todas las dificultades.
Con apoyo videos -debidos a Pléyade- que se proyectan en una pantalla en el casi desierto escenario que contiene algunos elementos, en diseño de La Cuarta que también se responsabiliza por la iluminación, con el vestuario diseñado por Keila Rodríguez y la musicalización de Ian Nava que incluye el tema original de Alvaro Abitia, el joven director -de muy buena trayectoria e incluso premios logrados en su natal Guadalajara- conduce a su actor por todos los momentos de la singular historia, logrando que incorpore a un gran número de personajes. Al inicio, el cambio de gorra o sombrero da la pauta del actante en turno, pero el buen gusto de Vieyra hace que pronto deseche el recurso y se base en la actoralidad de Eduardo España, el actor muy conocido por sus intervenciones en películas y, sobre todo, en televisión a la que sin duda debe su popularidad. España se enamoró de la obra y la produce, manejándose con la soltura que le da su experiencia televisiva en la encarnación de tipos muy variados, aunque en un género muy alejado de lo que hace en los medios.
Otro joven, también ya premiado -el Premio Nacional de Dramaturgia UANL 2006 por su texto Cielo rojo- pero que no abandona su Cuernavaca natal, a pesar de haber realizado estudios en diversos lugares del país y el extranjero, es Alejandro Román, que ahora presenta en la capital su obra Master-Card, una sangrienta historia de narcotráfico, corrupción policiaca y traiciones en varios tiempos no lineales y con la modalidad de teatro narrativo. La complejidad de la trama por los juegos temporales, así se den todos los datos por la narración -con muy pocos diálogos- que hacen sus personajes (Mara Cárdenas como Claudia, Humberto Romero como Miguel, Aldo Tabore como Marco y Ra-fael Aparicio como Mario) se emborrona un tanto por la falta de pericia de Román como director y de sus actores. En efecto, si bien es muy sano que los autores jóvenes pongan el dedo en una llaga que está afrentando a todo el cuerpo social, con muy valientes alusiones a grupos como Los Zetas, y que éste en particular lo haga con gran solvencia, el modo de teatro narrativo es muy difícil y requiere de actores que modulen, no griten, y de un director que no se pierda en fallidos intentos de originalidad, con acrobacias innecesarias y con juegos escénicos que no corroboren lo que está implícito en el texto. Bien haría Alejandro Román en dar a dirigir sus textos a directores más capacitados y de mayor experiencia, con lo que sus propuestas se advertirían con mayor nitidez.