Réquiem por José Luis Martínez y Mercedes Iturbe
Durante mi reciente viaje, recibí tristes noticias: los decesos de amigos muy queridos y también, la de la muerte de mi perra Lola. Mi queridísimo José Luis Martínez, a quien conocía desde mis épocas de estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México: joven apuesto, guapísimo, todas suspirábamos al mirarlo. Amigo de mi padre, solía decirme con cariño que era una de las hijas del capitán Grant.
Un director como José Luis en Bellas Artes, fue y es un lujo casi irrepetible.
José Luis era a veces púdico, lo demostró cuando les puso brasier a las bailarinas africanas que bailaron en Bellas Artes y cuando un libro mío le pareció un poco inconveniente por haberlo escrito una mujer: Apariciones.
A veces iba a visitarlo a su muy ordenada y acogedora casa, donde albergaba su enorme biblioteca de más de 50 mil volúmenes, uno de los tesoros bibliográficos más importantes que México posee en relación con la historia y la literatura mexicanas. Espero que sea conservada como se merece, es decir, como uno de los pilares de nuestra cultura, modelo que hubieran debido tener en cuenta los que malconstruyeron y planearon la Biblioteca Vasconcelos en el nefasto sexenio pasado.
Deseo con gran vehemencia que ese patrimonio cultural no se desperdigue como se han desperdigado tantos otros, incluyendo los de don Carlos de Sigüenza y Góngora, y otros polígrafos muy ilustres, cuyas bibliotecas han sido saqueadas, devastadas o vendidas al vecino país del norte, donde quizá, a veces, cuesta admitirlo, se las suele cuidar con más esmero que en nuestro país. Ojalá que su deseo se cumpliera, el de que la Academia Mexicana de la Lengua, de la que fue muchos años director, se ocupe de ella y le construya el recinto que se merece. La curiosidad de José Luis era enorme y gracias a ella tenemos libros fundamentales que nadie se había tomado el trabajo de elaborar: la biografía de Hernán Cortés, los viajeros de Indias, las correspondencias de mexicanos ilustres, Reyes y tantísimas cosas más.
Una vez en París, me dijo consternado: ''¿Me compraré un impermeable que necesito o ese libro raro que acabo de encontrarme?''
Con algunos sobresaltos, nuestra amistad fue constante -¿qué amistad no los tiene?- durante nuestra convivencia en la Academia Mexicana de la Lengua. José Luis murió como vivió, amando a los libros; no hace mucho trató de alcanzar uno de los que necesitaba para un trabajo y tuvo una caída cuyas consecuencias fueron agravándose. Lo vi por última vez en el homenaje que nuestra Academia le dedicó hace algunos meses; al verlo, comprendimos que estaba cerca de su muerte. Lo lloramos y extrañamos.
La muerte de Mercedes Iturbe, totalmente inesperada, en cambio; ninguno de los que la quisimos nos acostumbramos a la idea de que ya no está con nosotros, con sus hermosos ojos negros, su prestancia, sus joyas maravillosas que sólo ella podía usar, esas arracadas plateadas y espesas, esos collares de Víctor Fosado, esas gruesas pulseras de la India de la que había vuelto recientemente, sus exóticos vestidos y sus enormes anillos (muchas veces cuando estaba a punto de vestirme y usar alguna joya para resaltar mi atuendo, me preguntaba, ¿me quedará tan bien como a Mercedes? Obviamente, de inmediato la guardaba).
Pero no quiero hablar solamente de su belleza, su coquetería, su allure parfaite, como decían los franceses que la conocieron en París, durante los años en que fue creadora y directora inigualable del Instituto de México -¡ahora tan mal protegido y tan necesario!-, aunque sean inseparables de su personalidad, como su perfecta sintonía con sus amigos. Quiero referirme a su actividad cultural, a su inimitable labor, a esa seguridad que tenía para elegir exposiciones, armarlas, colocarlas, iluminarlas. Es necesario que el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y Bellas Artes le hagan el homenaje que se merece, en el que colaboren todos aquellos que gracias a ella vieron su obra perfectamente expuesta o la de los grandes artistas fallecidos, todos aquellos que gracias a su clarividencia fueron reconocidos y además, incluir, como me decía Pablo Ortiz Monasterio, la colección que tan cuidadosa y sofisticadamente supo reunir y que podía admirarse en las paredes de sus hermosas casas.
¡Querida Mercedes, espero verte pronto, pasear juntas, vestidas esplendorosamente y ataviadas con joyas increíbles por los suaves senderos de los Campos Elíseos! Y, delante de nosotras, muy ufana, mi Lolita.