Editorial
Narcotráfico y bajas militares
El pasado primero de mayo, en la región michoacana de Tierra Caliente, un grupo de presuntos narcotraficantes se enfrentó a balazos con policías municipales y posteriormente emboscó a un contingente del Ejército que se dirigía a Huetamo. En la acción murieron cinco soldados y otros cuatro resultaron heridos, dos de ellos de gravedad.
El condenable ataque contra los efectivos de las fuerzas armadas y sus consecuencias trágicas lleva a una nueva cota la confrontación en curso entre el narco y las corporaciones gubernamentales. De las ejecuciones entre bandas rivales se pasó al asesinato de policías, y ahora resulta ineludible hablar de batallas.
Más allá de los discursos y las cifras triunfalistas, la confrontación del martes pasado permite entrever el grado organizativo, el poder de fuego y el dominio territorial alcanzados por la delincuencia organizada a pesar de los aparatosos operativos oficiales, o tal vez gracias a ellos. Si se parte de la premisa de que el poder del narcotráfico deriva de su naturaleza ilícita, que es la que aporta el gigantesco valor agregado de sus mercancías y la que genera las condiciones para los casi ilimitados márgenes de utilidad de este negocio, resulta inevitable concluir que la persecución no hace más que fortalecer a los traficantes y a sus grupos armados y debilitar y corromper a las instancias del Estado encargadas de combatirlos.
Un aspecto particularmente deplorable de las erradas estrategias gubernamentales en este terreno es la utilización de las fuerzas armadas en la lucha contra los productores, transportistas y distribuidores de sustancias prohibidas. El Ejército y la Marina tienen funciones constitucionales muy claras -defender la soberanía y la integridad del territorio nacional y auxiliar a la población civil en casos de desastres- y entre ellas no está la de servir como policías. La distorsión de la misión institucional de los soldados conlleva el riesgo de que en sus filas se desarrolle una descomposición similar a la que el narcotráfico ha provocado en los cuerpos policiales municipales, estatales y federales, a un descrédito de los militares ante la población civil y a una erosión generalizada del estado de derecho en el país. Por añadidura, sucesos como el que se comenta pueden dar lugar a una desmoralización a todas luces indeseable en el personal castrense. No es gratuito que el gobierno de Estados Unidos -principal promotor del combate al narcotráfico por medio de la fuerza militar en las naciones latinoamericanas- nunca haya empeñado a sus propios militares en esta tarea.
El recurso a las fuerzas armadas implica, a fin de cuentas, asumir que se libra una guerra, y cuando se declara la guerra no se puede dejar de lado la posibilidad de perderla. Y si el Ejército resultara incapaz de cumplir con éxito una tarea para la cual no está constitucionalmente facultado ni técnicamente preparado, ¿qué sigue? ¿Pedir el apoyo de rangers, marines y boinas verdes? ¿Comprometer al país en una vía similar a la del Plan Colombia, con lo que eso implica en grados de violencia, disolución social y pérdida de soberanía?
En el momento actual los empecinamientos ideológicos gubernamentales -nacionales e internacionales- impiden ir al fondo del problema, para adoptar medidas que frenen efectivamente el narcotráfico y a sus beneficiarios. Cabe al menos pedir a los gobernantes que no declaren "guerras" contra el trasiego de estupefacientes y que combatan el fenómeno con inteligencia: inteligencia policial y criminalística, inteligencia social, inteligencia médica y sicológica, inteligencia legislativa; en suma, inteligencia.