Número
130 | Jueves 3 de mayo de 2007 |
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Viernes santo Por Joaquín Hurtado Uno empieza a vivir de nuevo cuando ve el mundo a través de los ojos de su hijo. Aunque Samuel no sea mi hijo, nuestra relación gravita en ese sentido. El menor de mis hermanos cruzó hace más de una década el Río Bravo en busca de otra vida y de otro futuro. Hoy caminamos por las calles de South Boston, su nuevo hogar; con Alden Ross en brazos. Alden es su hijo de ocho meses. El futuro encarnado. Viernes santo. El sol está risueño, el frío paralizante. Nos hemos sumado a la caminata del Vía Crucis con una variopinta comunidad que va creciendo conforme avanzamos por las calles, sitios históricos y cubos habitacionales donde malviven los emigrantes de Sudamérica y el Caribe, sobre todo dominicanos y haitianos. Con ellos trabaja mi hermano como activista del tema educativo. Quizá pronto yo lo apoye con la crisis del sida. La peregrinación se detiene en Dorchester Hights, donde Samuel y Britta se casaron hace unos años. Allí mi hermano solicita el megáfono e improvisa una arenga para llamar a la conciencia cristiana de los feligreses y no tolerar más violencia racial. Samuel conoce, y por eso aprovecha al máximo, la formidable fe de este minúsculo grupo de gente. Aquí la religiosidad aglutina el inestable tejido social de una comunidad de extranjeros que a veces se odian entre sí en tierras inhóspitas. La noche anterior habían sido brutalmente golpeados dos latinos por un grupo de blancos clasemedieros con más odio en la sangre. Odio racista, clasista; enfermedad de la basura humana de este planeta. Al pie de esa colina me provoca vértigo la poderosa emoción del renacimiento. Mi hermano convertido en un respetado y valiente luchador social. Mi hermano, mi hijo: mi inspiración. La marcha concluye entre iconos y vitrales de una umbrosa nave de la iglesia ortodoxa albana. El patriarca nos bendice y nos agradece por el sacrificio y el acto de presencia. El ateismo es mi orgullosa nacionalidad espiritual. El respeto a los ceremoniales religiosos de los demás es mi pasaporte sin caducidad para entrar y salir sin problemas de otros universos. Regresamos a casa sin percatarnos de la hora. Se nos había hecho tarde para asistir a otra actividad también de corte eclesiástico. Una invitación a participar en una protesta pública en la diócesis de Boston por el encubrimiento y la complicidad del clero ante los más de mil crímenes de abuso sexual a niños cometidos por sus sacerdotes, delitos que aún siguen impunes. Pasamos frente a un templo católico en la calle Broadway, de bella arquitectura neogótica pero de apariencia desolada. Pregunto del por qué está en esas condiciones. Mi hermano sonríe y me informa que por falta de creyentes. Acaba de ser vendido por la Iglesia a especuladores inmobiliarios para convertirlo en departamentos y oficinas. Después de esta tarde redonda, no sé si brincar de gusto o lamentarme por ello. |