Usted está aquí: domingo 6 de mayo de 2007 Opinión Globalidad y aldea: la alternativa del diablo

Rolando Cordera Campos

Globalidad y aldea: la alternativa del diablo

Las decisiones que están ante nosotros en materia de política económica y exterior obligan a políticos y expertos a aguzar el entendimiento y a leer con cuidado lo que la Constitución dice al respecto. Salidas de banqueta sobre la segunda, descalificando el "idealismo" de la definición constitucional frente al "realismo" a que nos obliga el mundo, suenan huecas y fútiles, como pasa ya con las más apresuradas reflexiones sobre nuestra cuestión energética, que nos convocan al realismo impuesto por los cabilderos de las multinacionales mientras sus jefes buscan pactar sin prisa pero sin pausa con Evo Morales o Hugo Chávez.

La arquitectura inexistente de un orden internacional imaginado es lo que prima: todos contra todos y cada quien para su santo, aunque las apariencias imperiales creadas al final de la guerra fría sean mantenidas como iconos que le permiten a Condy ir por el globo y dictar cátedra.

Las bravatas de Chávez pueden ser descalificadas por eso, pero parece indiscutible que el sistema de reparto de la riqueza monetaria internacional se desliza de los países ricos a los que emergen en Asia, donde se acumula progresivamente el grueso de las reservas internacionales. A la vez, la globalización implica transferencias importantes de las capacidades productivas y una industrialización parcial del sur, donde antes dominaban los arrozales y las aldeas.

Como el proceso no es ni será simétrico, los perdedores reales, junto con los que se perciben como tales, son muchos y crecientes, y la ideología del libre cambio se traduce para ellos en libre tránsito, y la migración se apodera de todos los miedos y desnuda las hipocresías del siglo XX: no hay tal cosa como el hombre común universal o la "federación del hombre" de Jefferson, sino humanos y subhumanos, ciudadanos plenos y terrícolas vecinos despojados de todo o casi todo derecho, para que en el fondo impere la ley del más fuerte en favor de la acumulación y la máxima ganancia y los nuevos muros provoquen muertes cotidianas pero no afecten los beneficios extra que trae consigo el trabajo irregular, indocumentado o ilegal, como se quiera, pero siempre más barato que el de la tierra receptora.

Un mundo en explosión cultural y social, cruzado por la explosión mortífera del terrorismo o la reivindicación nacional. Para todos, salvo para nosotros en la imaginería chata de los que se encaramaron y ahora buscan liderazgo regional.

Momento excepcional pero no carente de referentes históricos, el actual nos agarra a los mexicanos en medio de casi todas las corrientes predominantes y definitorias del panorama actual y su futuro. Bajo una tormenta perfecta, como la llamase Rogelio Ramírez de la O.

Oportunidad y desafío, dirían los antiguos nacionalistas del desarrollismo de la segunda posguerra; sobrecarga de trabajo en el gabinete, problemas que no tienen solución, populismo agazapado, como se lo enseñaron en Harvard o Yale, pasando un rato por Chicago, dirán los que mandan o pretenden hacerlo hoy. De aquí la enorme diferencia entre un periodo de ajuste global como el de principios del siglo XX o el del inicio de su segunda mitad y el presente: entonces abundaba la voluntad y la gana de hacer país, fortuna o gloria que pasara a las páginas de México a través de los siglos, ¡nada más! Hoy, lo que manda es la ocurrencia mal traducida, la jugada dizque ingeniosa, como la más reciente del secretario de Hacienda, ¡faltaba más!, contra el Banco de México, o la insistencia en la majestad del derecho o el imperio de la ley, bajo la lluvia de balas o frente al sacrificio cruel de hombres y mujeres de la policía o el Ejército, en una guerra que no es de territorios pero donde sí se muere en ellos y sin permiso de nadie.

Las expresiones de descontento social de estos días no deberían quitarle el sueño a nadie, ni llevar a las bufonadas de burócratas derrotados que reinventan la guerra fría y culpan al PRD o a AMLO de lo que pase o pueda venir. Estas manifestaciones son, tal vez, lo único normal que nos ocurre, habida cuenta de un gobierno sin compás, una fauna de acompañamiento reiterativa y cansina que no acaba de acabar de conjugar el verbo estado de derecho, y de un Estado cuya legitimidad se arrastra por los suelos mientras los del subsuelo descubren que justicia puede ser un verbo, al son del que con el sustantivo nación reinventan no sólo los llaneros o los andinos, sino los chinos, los indios o los coreanos, que no se tomaron nunca demasiado en serio la ortodoxia invertebrada del FMI o la arrogancia de receta única del BM, y se atrevieron a afirmar primero lo que entienden por su respectivo interés nacional para darle luego paso a los vericuetos de una globalización incierta.

Ante este drama portentoso del mundo, nosotros tenemos que discutir si vale la pena o no tener política industrial; si ha o no tocado a la puerta de palacio el reclamo de la redistribución social; si el edificio electoral requiere o no cirugía mayor... o, en triste homenaje al ridículo aldeano, si debemos o no mantenernos en la ONUDI, para ser congruentes con un programa de austeridad imaginario, como lo advirtiera el embajador Jorge Eduardo Navarrete en estas páginas, y lo pusiera en la perspectiva del cambio global hace unos días Alejandro Nadal.

Debajo de esta confusión magna, el gran saldo del primer trimestre, que pone al secretario de Hacienda rumbo al salón de la fama: ¡un superávit en las cuentas fiscales del primer trimestre del año! Hamlet en la globalización vuelto soliloquio parroquial de aldea. Y ahí estamos, aunque Carácuaro nos despierte del sueño.

 
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