Vivos y coleando
¿Qué me detuvo de frenar el coche, bajarme y correr a saludar a J. P.? Yo manejaba con prisa rumbo a mi casa a la hora de comer; J. P., vestido con un traje claro de verano, esperaba un taxi a la salida de una librería. Me dio tanto gusto verlo que en el encierro, el silencio y la soledad de mi automóvil pronuncié su nombre y sonreí. Hacía muchos años que no me encontraba con J. P. El había sido muy importante en mi formación de escritora, tanto así que he escrito sobre él en la versión aún inédita de mi autobiografía. Me introdujo a Julio Cortázar cuando yo tenía 17 años; me tomó una fotografía al lado de Pete Seeger en un galpón, después de un concierto privado. Recuerdo que al no detenerme y seguir manejando, pensé que prefería que J.P. leyera mi memoria sobre nuestra amistad una vez que estuviera impresa, a que, en un encuentro casual como podía haber sido aquel, yo me sintiera obligada a anunciarle que publicaría lo significativo que había sido para mí conocerlo y lo trascendente, lo encaminador. ¿Me hago entender? Al alejarme y verlo por el espejo retrovisor, creí haber hecho bien en seguirme de frente sin detenerme a saludarlo; creí que, una vez impreso el libro en el que lo recordaba, yo misma propiciaría verlo para darle un abrazo lleno de significado. Con él le transmitiría cómo lo había tenido siempre presente desde la última vez que nos vimos, y entre la primera y las subsiguientes. J. P. era alguien que siempre estaba presente. No dejé de seguirlo en la prensa o por televisión, o de oír sobre él, o de contar a otros mis propias anécdotas de cuando J. P. y yo nos frecuentábamos. O de cuando él atravesó el tiempo y me buscó para que le firmara un libro mío, o de cuando a mi vez yo crucé la distancia y lo invité a la presentación de otro libro más. El asistió; me presentó a su esposa; quedamos en volver a vernos. A través del registro de su mirada yo me enteré de que mi primer esposo tocaba la guitarra y de que mi esposo actual acomodaba sus lienzos en el piso dándoles patadas, leves, pero patadas. Yo manejaba de prisa hacia mi casa; él esperaba un taxi afuera de una librería. Al verlo pronuncié su nombre, pero no me detuve a saludarlo. Desde el espejo retrovisor lo vi, de traje claro de verano, esperar un taxi que se lo llevaría a casa. J. P. murió poco después, junto a sus cámaras de cinecronista y cinedenunciante, al pie de sus papeles y libros, cerca de su mujer, cerca de su hijo Tomás. Pronuncié su nombre. Me pregunté por qué no me detuve a saludarlo la última vez que lo vi, por qué no frené el coche y corrí a abrazarlo. Habría sido un saludo presente y una despedida premonitoria. Pero uno no sabe despedirse, ni siquiera premonitoriamente. Yo tengo tanto miedo de despedirme que dejo pasar encuentros posibles y cargados de significado.
He descolgado el auricular del teléfono para llamar a R. B. He estado pensando mucho en él. Hace menos de un mes habrá cumplido ochenta y siete años, perdió un ojo, perdió a un hijo, fue una persona muy importante para mí. R. B. me encaminó en la vida como un padre. Hubo un tiempo en que secretamente yo anhelé haber sido hija suya. En dos circunstancias dos personas sin estar interrelacionadas me revelaron que, al ver lo bien que R. B. y yo nos llevábamos, y dado que él ya no era un hombre casado, y yo todavía era una joven soltera, siempre supusieron que R. B. y yo terminaríamos por casarnos el uno con la otra. En esa nube en la que uno vive, en ese espacio en el que no existen los impedimentos ni las razones, hubo quienes pensaron que R. B. y yo podíamos haber sido marido y mujer. Dejamos de vernos hace casi 20 años, de hablarnos, de escribirnos. Hubo una discusión y un distanciamiento, pero yo no he dejado de pensar en él. ¿Qué me detiene de hacer la llamada, escribir la carta, tomar el avión y tocar a su puerta frente al mar? Una premonición me empuja a buscarlo; una premonición me detiene de llamarlo, escribirle, correr hacia él y abrazarlo. ¿Qué clase de persona soy? ¿Qué miedos me impiden borrar una puñalada metafórica, pero ultimadamente, finalmente, insignificante al lado de lo otro? ¿Por qué pueden más el rencor y el miedo que el deseo de despedirme de R. B.? Me hacía reír su imitación del ladrido de un perro. Me encantaba el olor del tabaco de la pipa que fumaba. Me intrigaba la delgadez de sus labios o que mis brazos fueran velludos y no los de él, que yo observaba mientras él esculpía y los dos oíamos a Bach.