Sindicatos e individualismo
Está en curso una campaña bastante bien orquestada que, a título de combatir la corrupción o el "monopolio" sindical, en el fondo cuestiona la idea misma de la necesidad de que los trabajadores se agrupen en defensa de sus intereses. A este juego pertenece el gesto de cancelar la participación presidencial en los actos conmemorativos del primero de mayo, así como los comentarios con dedicatoria lanzados en las semanas recientes no sólo contra el sindicalismo oficial, sino también contra el independiente, vistos ambos como las dos caras de una moneda cuyo valor ya es inexistente. Esa generalización es parte de la ofensiva conservadora en favor de una economía y una sociedad "liberal", si bien injusta y polarizada.
Los trabajadores no necesitan que el Presidente los deje solos en la Plaza de la Constitución para confirmar su autonomía, pues lo que en verdad requieren es que termine la política laboral que protege la desigualdad y con ella al sindicalismo que fuera edificado para satisfacer las necesidades de una economía empresarial vacilante y temerosa, urgida de protecciones extraproductivas, pero también de un Estado dispuesto a comprar la estabilidad mediante la sujeción de las demandas sociales. Mientras el gobierno acepte como un mal menor la existencia de contratos de protección para dar confianza a los inversores foráneos; mientras el registro siga siendo un arma dirigida a coartar la vida interna y la libertad sindical; mientras se considere a los sindicatos de las grandes empresas como simples "correa de transmisión" para lograr ciertos programas o imponer determinadas reformas, el sindicalismo oficialista seguirá siendo un instrumento del poder, así se quieran corregir algunas de sus expresiones simbólicas más negativas.
El "Gracias, señor presidente" de otros tiempos dejará de resonar en la plaza como prueba de sumisión, pero en los salones de Palacio otras figuras ya ensayan las nuevas frases de época, con su cauda de soberbia y sumisión: allí está, con su millón y medio de asalariados bajo el brazo, la profesora Elba Esther Gordillo, negociando votos y "consensos", ocupando espacios de poder en la coalición gobernante. Allí están, para quien no tema a los fantasmas del pasado, los herederos de Paco Pérez Ríos, siempre listos para aprobar cuanta reforma eléctrica les propongan, sin que pese sobre ellos el más minimo sentimiento de responsabilidad social. Allí siguen, incólumes, el verticalismo, la corrupción y, sobre todo, la ausencia de vida interna democrática que hace del sindicalismo mexicano oficialista (aunque sea priísta) un ejemplo negativo para el mundo.
Los trabajadores de México no viven bajo las condiciones impuestas por esa camisa de fuerza por libre elección. La democracia en los sindicatos es una asignatura pendiente, difícil de pasar por la fuerza combinada de la política de protección oficial y las prácticas mafiosas de los seudodirigentes. La incorporación de los asalariados al mercado de trabajo supone ingresar a la plantilla sindical, muchas veces fantasmal o de plano inexistente. No hay vida interna.
Sin embargo, algunos luchan y consiguen deponer a los falsos dirigentes que los explotan y logran la ansiada democratización para descubrir, otra vez, que la alianza entre los charros, el gobierno y las empresas es, hasta hoy, indispensable para aplicar en sus grandes trazos la política económica vigente. Ayer, cuando las necesidades de la crisis y el ajuste hicieron indispensables (para la racionalidad neoliberal) el despido de cientos de miles, la clausura de puestos de trabajo, los sindicatos oficiales se convirtieron en el brazo ejecutor de una política liquidadora. Ahora, desarmados y disminuidos, no atinan a ser de otro modo ante el poder. Sólo la maestra Gordillo ha conseguido la tarea más difícil: unir en una misma fuerza la capacidad económica del mayor sindicato latinoamericano con la más abierta participación política en alianza con el gobierno. Ese neocorporativismo, o como se le quiera llamar, no sería posible, en efecto, sin la aquiescencia del Presidente. Pero tampoco puede ser combatido sin un movimiento democrático que sea a la vez sindical, político y moral. La emergencia de una nueva conciencia sindical está íntimamente vinculada a la construcción de una alternativa a las opciones que hoy se nos presentan como verdades absolutas.
Avanzar en dicho camino exige múltiples esfuerzos diferenciados, pero obliga a reconocer algo más: como resultado de la imposición del "pensamiento único" se ha desatado una guerra en todos los frentes contra el principio de solidaridad a favor del individualismo. Ninguna instancia colectiva es respetable, a los ojos de los ideólogos oficiales y oficiosos de moda. Por tal motivo, para diseñar las políticas públicas convenientes, se precisa primero dispersar la sociedad en sus átomos constitutivos, el individuo, el ciudadano como entidad solitaria e ideal, que sólo se reconocerá a través de las grandes abstracciones identitarias: la patria, la religión, la ley. En su avance hacia la "victoria cultural", la derecha ha tratado de suprimir la existencia misma de las "conquistas sociales" y ha sometido al descrédito las razones que llevan a la movilización, a la expresión de inconformidades y disidencias, como si éstas no estuvieran también protegidas por la ley. Allí donde prima el individuo en apariencia no hace falta la organización colectiva para conseguir un poco de bienestar. Basta, según esto, exponerse por unos minutos a la publicidad de los medios para saber cómo obtenerlo. Pero no es así. Para las fuerzas populares es imposible cambiar (no ya el rumbo del país, sino de un sindicato) sin organización, sin un trabajo educativo permanente. La derecha puede confiar en la fuerza del sentido común, en la inercia de las ideas dominantes, la izquierda no. Los sindicatos no cambiarán por arte de magia, menos aún cuando se pugna por disolverlos. El país tampoco.