Conejos de noche
La puerta despertó a Freitas. Eso lo alarmó. Toc-toc. No el habitual aullido del teléfono, ni los tonos del celular, ni el bip de la clínica. Tampoco el timbre. Una impaciencia de nudillos. Su primer impulso fue huir por la ventana de atrás. Algo se concatenó con lo que soñaba al despertar. Sus sueños daban ahora en ser de sangre, persecusiones, sobresaltos, una vaga sensación kafkiana de culpabilidad y noticiarios. Médico general, la demanda lo había vuelto traumatólogo y forense.
Ya comenzaban a cansarle el ánimo las constantes llamadas que lo sacaban del consultorio en el día y de la cama en las noches. El hábito de irse identificando por las calles con su cédula profesional soportando la humillación de los controles y las patrullas. El trato de sospechoso. El comprensible temor en la gente común, su recelo, su resentimiento con la ley que hace ilegal al que sea.
Eran frecuentes las personas heridas, la mayoría inocentes (¿qué era eso en un periodo donde los únicos inocentes eran los poderosos, los jefes criminales y los policías?) En materia de incendios, el cuerpo de bomberos no se daba abasto, además de cumplir órdenes excepcionales del comando que ocupaba la ciudad.
Toc-toc, insistió la puerta. Un poco más consciente, Freitas saltó de la cama y calzó las pantuflas. De un tiempo para acá dormía vestido, unas veces deliberadamente, otras por puro cansancio y con zapatos. Antes de preguntar "¿quién?", se asomó a la mirilla. Era Ramiro. Mediaron cinco segundos entre el alivio de que no vinieran por él y el sobresalto por don Abelardo, y casi pronunciando ese nombre abrió. Ramiro, tímido y parco, dijo:
-Que si puede ver a mi abuelito.
-Pasa m'ijo. Deja que me termine de vestir y agarre el maletín.
El chamaco dudó, por fin entró al departamento y cerró la puerta suavemente. Cinco minutos después los interceptaba en la avenida un destacamento de agentes armados en dos pick up blancas que los bajaron del carrito de Freitas.
-Soy médico. Voy a una emergencia. Es el abuelo del muchacho.
Un policía le echó la potente luz a Ramiro. Dos más lo pegaron contra el cofre y lo catearon groseramente. Como lo vieron indio. A Freitas le revisaron los papeles nada más. Tras el incidente reanudaron su camino.
-¿Tiene fiebre?
-Un poco -dijo Ramiro.
La ciudad estaba desierta, con aire insomne. Salieron hacia los barrios del sur y pronto brincaban en callejones sin pavimento ni carros estacionados. En el interior de la vivienda, sentado, con una almohada en la nuca, don Abelardo contemplaba serenamente el fogón de María, su hija, que preparaba compresas y té de hierbas. Sin voltear a los recién llegados, el anciano dijo:
-No estoy mal del cuerpo, doctor. Son tantas desgracias afuera.
Freitas lo mismo abrió el maletín, echó mano al estetoscopio y acomodó en otra silla la lamparilla y el baumanómetro. Hizo a María un par de preguntas, el propio viejo las respondió y sin interrupción pasó a un monólogo:
-Estamos sordos. Nos siguen pegando. Estamos mudos. Y nos pegan más. Parecemos conejos lampareados. Vienen por los vecinos y mejor ni nos asomamos, no nos vayan a interrogar o confundir con alguien. Los golpean a gritos, se los llevan. Los perros no ladran. Los niños no lloran. A veces hay tiros. A veces no.
-Respire hondo -lo interrumpió Freitas, colocándole la pastilla del estetoscopio en una clavícula. Repitió la operación en la otra, en la espalda, y finalmente el pecho.
-Despertó ahogándose, le dolía su costado, ahora se le pasó -informó María.
-Estoy bueno, doctor. Es lo otro que duele. Que no hagamos algo para defendernos. Que maltraten a las mujeres, les tiren gas a los muchachos, hagan balacera, lleven preso al que se les antoje. La ley ya no nos sirve, es sólo de ellos.
Estaba bien el discurso, pero Freitas necesitaba compensar la arritmia galopante de ese pecho.
-No me voy a morir todavía, lo que pasa es que da coraje. Primero venían por la droga, y no había. Luego a buscar armas, pero cuáles. Ya vienen por cualquier motivo, o ninguno. Nadie se atreve a reclamar. No soy yo quien necesita curarse. Es todo mundo.
María sirvió café. Freitas prefirió mezcal. Depositó en la silla desocupada una caja de píldoras para la angina y un frasquito con diurético. En un rincón del silencio Ramiro permanecía atento, y cuando el médico anunció jovialmente que partía se aproximó para acompañarlo.
-No hace falta, m'ijo. ¿A qué te arriesgas? Ayuda a tu mamá a educar a tu abuelo.
Al retornar a su departamento aún retumbaba en los oídos de Freitas la risa de todos. Abrió su cuaderno de notas y se tranquilizó con lo primero que le vino: "No ves la avenida de los ríos que te atraviesan, sólo callecitas, atajos, vueltas raras por caminos en mal estado. Disuelves la médula de ti mismo en un calendario de fechas que no controlas. Brincas, conejo en un campo minado por continuos puntos y aparte".