Usted está aquí: martes 15 de mayo de 2007 Opinión Perspectivas tras un asesinato

Editorial

Perspectivas tras un asesinato

El asesinato de José Nemesio Lugo Félix, coordinador general de investigaciones del Centro Nacional de Planeación, Análisis e Información para el Combate a la Delincuencia de la Procuraduría General de la República (PGR), perpetrado ayer en esta capital a plena luz del día, plantea inevitablemente una serie de reflexiones cuyas conclusiones son, por decir lo menos, inquietantes.

En primer lugar, el homicidio es una prueba del enorme poder e impunidad de los que goza el crimen organizado. Al realizar un ataque de esta magnitud en el corazón político, económico y mediático del país, se genera un impacto mayúsculo en la percepción de la opinión pública nacional e internacional. Es inevitable suponer que en el cálculo de los autores del asesinato no sólo figuraba la eliminación física de un enemigo, sino también la generación de terror en la ciudadanía.

Por otra parte, cabe preguntarse cómo pudo cometerse este crimen con tal facilidad y aparente simplicidad de recursos. El hecho es que fue asesinado un importante funcionario policial quien, sin embargo, no contaba con una escolta personal que lo custodiara o que, en todo caso, no estuvo presente en el momento del atentado. Es dable sospechar, por ello, que los asesinos tenían conocimiento de itinerarios, rutas y demás información que hacía vulnerable a la víctima; es decir, que la infiltración de las instituciones de seguridad por parte de la delincuencia organizada es mucho más extendida de lo que pudiera pensarse. En suma, el asesinato de Lugo Félix se presenta ante los ojos de la opinión pública, más que como un acto aislado, producto de la indefensión de un funcionario policial, como una consecuencia de la debilidad del Estado y del empeño en sostener políticas improcedentes y erráticas de lucha contra la criminalidad.

El gobierno federal demuestra una alarmante falta de capacidad en la toma de decisiones, tal como lo demostró al iniciar una guerra contra el narcotráfico sin contar con organismos preparados para tal fin y con un inocultable afán de promoción mediática. Es difícil explicar la prisa del calderonismo en la obtención de resultados espectaculares en el combate a los cárteles si no es en función del déficit de legitimidad, credibilidad y apoyo social de la administración en curso. Pero si el equipo gobernante pensó que las acciones en materia de seguridad pública y mano dura en la aplicación del Código Penal le aportarían solidez al gobierno, las cosas sucedieron al revés: se han dado muestras pasmosas de debilidad, falta de claridad y desconcierto y, para colmo, se ha desatado un baño de sangre que ahora nadie sabe cómo detener.

Ahora, el grupo en el poder, por boca de algunos de sus diputados a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, pretende recetar el despliegue del Ejército en la capital de la República. Y cabe preguntarse si se pretende convertir a la ciudad de México en una versión ampliada de Apatzingán o Carácuaro, con combates en las principales avenidas de la ciudad, para mejor acentuar y evidenciar el descontrol imperante.

Desde otra perspectiva, la sola idea de colocar a la ciudad bajo control militar choca frontalmente con la realidad social de una urbe altamente avanzada en su desarrollo ciudadano, manifiestamente liberal, democrática, plural y crítica. Si en la Tierra Caliente michoacana el despliegue de la institución armada ha significado la imposición de facto, al margen de las disposiciones constitucionales, de un estado de excepción, es legítimo imaginarse que algo similar ocurriría en el Distrito Federal. Pero cabe dudar que la sociedad capitalina fuera a aceptar pasivamente un atropello semejante. La reacción social adversa a los excesos de militares improvisados como policías constituiría, en esta perspectiva, un obstáculo adicional para la labor de las fuerzas armadas: combatir el crimen organizado, por una parte y, por la otra, confrontar el descontento social que su presencia generara.

Ante este panorama de pesadilla resulta impostergable que la ciudadanía tome cartas en el asunto: que se exprese, que exija ser tomada en cuenta en un tema en el que va de por medio la vida de muchas personas, no sólo de policías, militares y delincuentes, sino de integrantes de la población civil. Es necesario animar un debate nacional plural e incluyente en el que se tomen en cuenta las opiniones de las diversas fuerzas políticas y del conjunto de la ciudadanía.

El gobierno, por su parte, debe caer en cuenta que no está en la mejor circunstancia política como para adoptar medidas tan cuestionables, o no, al menos, para llevarlas a cabo en forma tan ineficaz y tan improvisada como se ha venido constatando. La autoridad federal debe comprender que sus decisiones están teniendo un costo inaceptable, no sólo en vidas de todos, sino también en ruptura de la paz social, en zozobra y terror de la población y en la inevitable corrupción de las dependencias públicas, corporaciones de seguridad pública e instituciones castrenses, las cuales, es insólito tener que recordarlo, se encuentran, por precepto constitucional, bajo su mando, pero no son de su propiedad.

 
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