El Glison se va dando la espalda a su público
Este 2007, vaya si no, está resultando lleno de sorpresas, y eso que apenas vamos por mayo. La primera llegó el 7 de enero en la Plaza México, donde miles de nostálgicos se reunieron para decirle adiós a Rodolfo Rodríguez El Pana y sin embargo presenciaron su asombroso resurgimiento. Por lo contrario, nadie imaginaba que la esperada reaparición de Jorge de Jesús Gleason en ese mismo lugar iba a ponerle fin, de la manera más triste, a su brillante, errática y desafortunada carrera.
Acabado taurinamente luego de librar sin éxito más batallas que don Quijote, hoy por hoy, a los 46 años de edad, El Glison no tiene sino deudas económicas, un niño a punto de entrar a la escuela, una bebita recién nacida y una esposa incondicional pero nada por delante, porque a fuerza de faltarle al respeto a los toros, una tarde sí y todas las demás también, ha perdido el funcionamiento de una rodilla, los dos codos y un hombro, así como la masa muscular del muslo derecho. Su situación parece tan desalentadora como la de aquel boxeador del cuento de Jack London, que al caer derrotado en su última pelea ante un muchacho en plenitud vuelve a su casa sin dinero ni siquiera para cenar.
Antes de la última corrida de su vida en la México, el domingo pasado, El Glison desarrolló una modesta pero entusiasta campaña publicitaria para vender boletos diciendo que, ante los enormes ejemplares de la poblana ganadería de La Joya que iba a torear esa tarde, estaba dispuesto a rifarse el pellejo de tal modo que saldría de la plaza en hombros o en camilla. Y los más de 3 mil aficionados que le tomaron la palabra y fueron a verlo pronto comprendieron que no podría enfrentarse a un animal de tanta fuerza sin derramar sangre en el intento.
Qué espantosa oferta presentaron, después de todo, los empresarios Chilolín y Currinsky, al firmarle un contrato a un hombre sin facultades físicas, acosado por la desesperación, para que se jugara la vida ante un verdadero marrajo a cambio de unos cuantos pesos. De esa estatura moral y de esa habilidad profesional son los dizque "renovadores" de la fiesta en nuestro país, incapaces por lo visto de llamar a las figuras en ciernes para montar corridas con toros de cinco y toreros de 25, tal como exigía el adagio madrileño.
Pero de todas las sorpresas que nos ha deparado este año, la más grande no ha sido la involuntaria despedida de El Glison sino lo que éste declaró a la prensa un día después. Entrevistado en el hospital donde se recuperaba, afirmó lo increíble: que el toro que lo cogió no era bravo y que él mismo se había dejado pegar la cornada para no defraudar al público, sin calcular quizá, oh paradoja, que con esas palabras, más bien, traicionaba a quienes tras la muerte de aquel rumiante codicioso y enrazado, insultaron al juez por no haber concedido el arrastre lento. Y ésta sí es una lástima, porque si algo le quedaba a El Glison, después de perderlo todo, era el valor civil necesario para decir la verdad, incluso en las circunstancias más adversas.