Editorial
RCTV: hechos y distorsiones
La salida del aire de la televisora venezolana Radio Caracas Televisión (RCTV), a raíz de la negativa del presidente Hugo Chávez a renovarle la concesión, ha generado un enorme impacto mediático y político en Venezuela y en el mundo. Las reacciones van desde las aprobatorias, que califican el acto como una reivindicación de la legalidad y la soberanía del Estado, hasta la condena por parte de quienes señalan que se trata de un grave atentado a la libertad de expresión y de una medida dictatorial.
A primera vista parece desmesurado el ruido generado por el episodio, porque lo que se describe como el cierre de un canal es, en realidad y en sentido estricto, la no renovación del usufructo de una frecuencia determinada. A este respecto, queda fuera de cuestión el hecho de que el espectro radioeléctrico no debe ser, en ningún país, propiedad de particulares, sino una extensión de los territorios nacionales y un bien público susceptible, sí, a ser concesionado por medio de reglamentos que garanticen la transparencia, la imparcialidad y el respeto a la libertad de expresión por parte de las autoridades, y que estipulen el acatamiento de las leyes por parte de los concesionarios y su compromiso de operar con tolerancia, pluralidad, y sentido democrático y de interés nacional.
Es peligroso, sin duda, que los gobernantes otorguen o retiren concesiones con base en afinidades o divergencias políticas e ideológicas, o bien en función de sus propios intereses económicos particulares. Pero también es inaceptable que los concesionarios abusen de sus títulos y den un uso faccioso a sus señales, distorsionen los procesos institucionales con el poder que les otorga la operación de medios masivos o utilicen las transmisiones para incitar al incumplimiento de las leyes. En el caso de RCTV, suele omitirse que esa empresa otorgó pleno respaldo informativo a la intentona golpista ocurrida en 2002 y que, en general, ha sido un factor aglutinante de primera importancia en la campaña de desestabilización contra el gobierno -legalmente constituido- de Venezuela.
Más aún, no puede obviarse que, ante la crisis de los partidos políticos tradicionales, los grandes consorcios mediáticos, encabezados por RCTV y Venevisión, se convirtieron en el instrumento para agrupar a la oposición, crear liderazgos y movilizar a una parte de la población en contra de un gobierno legítimamente constituido. Ninguna autoridad en su sano juicio puede permitir que un medio de comunicación se aproveche de una concesión -como es el caso de televisoras y radios- que pertenece al Estado para lanzar campañas de desestabilización que van en contra de lo que la población decidió, libremente, en las urnas. Y el respeto a la voluntad popular está más allá de las manipulaciones que se hacen en torno de la libertad de expresión en los grandes consorcios mediáticos.
En Venezuela hay periódicos para todos los gustos. Desde los más ácidos hacia la gestión del presidente Chávez hasta los que celebran todas y cada una de sus decisiones. Es cosa de ellos. Son empresas libres y soberanas que no ocupan bienes de la nación. Y ahí siguen. De modo que habría que tener más cuidado a la hora de hablar de la libertad de expresión, independientemente de que se esté o no de acuerdo con la decisión de no renovar la concesión a RCTV. Ese es otro tema.
Sin embargo, la negativa de renovación de la concesión de RCTV, decidida en primera instancia por el Ejecutivo y luego ratificada por el Poder Judicial, se traduce en una circunstancia traumática y de mayores alcances a los de un mero acto administrativo, porque implica la salida del aire de un canal con tradición, arraigo y presencia en la cultura nacional de Venezuela, deja en la incertidumbre a la planta laboral y podría privar de medios de expresión a un sector de oposición que, por radical y virulento que sea, tiene una presencia incuestionable en el mapa político del país sudamericano.
El hecho, por sí mismo, no constituye un atentado contra la libertad de expresión ni representa la clausura o la censura de un canal; de hecho, la empresa afectada puede continuar con sus transmisiones por cable, satélite o banda ancha. Pero son motivo de alerta y preocupación las recientes amenazas del mandatario venezolano al otro gran consorcio televisivo privado, Globovisión, así como a radiodifusores opositores: de concretarse, tales amenazas darían cuenta de un escenario de represión por parte del gobierno hacia quienes sostienen opiniones políticas contrarias. Si Chávez realmente quiere convencer a la sociedad de su país y a la opinión pública internacional de que lo ocurrido con RCTV no es un ataque al derecho de sus adversarios a opinar, tendrá que demostrarlo dándoles espacio y tribuna en la nueva entidad estatal Televisora Venezolana Social (Tves) y en el conjunto de medios gubernamentales.
En México, el panorama es, en cierto modo, inverso al de Venezuela. Aquí las empresas mediáticas hegemónicas ejercen un poder político de facto tan desmesurado que logran someter a los órganos legislativos, inciden impunemente en procesos electorales para presionar resultados acordes a sus intereses y utilizan su fuerza mediática para destruir, en términos informativos, a individuos, movimientos y expresiones sociales que les disgustan. Estas empresas, además, suelen utilizar sus concesiones en forma irresponsable, mercantilista, de espaldas a la educación, la cultura cívica y, muchas veces, a la verdad. Se trata de señales que banalizan, distorsionan y vulgarizan todo lo que tocan; sus contenidos son, por norma, amarillistas y escandalosos, exaltadores del morbo y de la violencia, y en fechas recientes han incursionado en la promoción y la explotación de las ludopatías del público al convertir sus señales televisivas en máquinas de apuestas y sorteos.
Para ponderar la capacidad de distorsión que puede poner en práctica la televisión privada en México basta con referirse a la campaña sucia desatada por el duopolio televisivo en contra de los ex senadores Javier Corral Jurado y Manuel Bartlett Díaz, quienes honorablemente se opusieron a la aprobación de ese engendro legislativo entreguista, inmoral y contrario al interés nacional popularmente conocido como ley Televisa.
En suma, resulta grotesco que los actuales dueños de los medios de comunicación en México quieran presentarse como víctimas, en un improcedente paralelismo con lo que ocurre en Venezuela: el gobierno de ese país, con razón o sin ella, ha adoptado una medida sin duda drástica y cuestionable contra un consorcio mediático privado; aquí, en cambio, el país sufre los efectos de la inveterada alianza entre los medios electrónicos privados y los grupos de interés enquistados en las instituciones públicas. Es de esta maraña de complicidades de donde provienen algunas de las principales amenazas a la libertad de expresión, a la pluralidad política e ideológica y a las aspiraciones democráticas de la sociedad. Puesto en otros términos, quienes coartan la libertad de expresión de los comunicadores y niegan el derecho a la información de las audiencias son, en primer lugar, los dueños de los consorcios y los titulares de las concesiones, los cuales suelen supeditar la línea editorial y la oferta informativa de sus medios a sus propios intereses y conveniencias político-empresariales.