Usted está aquí: miércoles 20 de junio de 2007 Política Negociar o morir

Luis Linares Zapata

Negociar o morir

La presión de aquellos sostenedores a ultranza de la continuidad como un modelo para conducir los asuntos públicos, o para afectar los modos de vida establecidos, es desesperada, intransigente, totalizadora. Se quiere obligar a todos, incluido, claro está, el principal opositor (Andrés Manuel López Obrador), para que se apeguen al dictado de las maneras consagradas, que reconozcan la vigencia plena del paradigma de la negociación como irreductible instrumento de la política. Negociar o morir en la intransigencia es el mandato que se impone desde los altares por consigna inapelable, la conducta santificada de la moderación y el buen juicio. No cabe otra alternativa. Oponerse a todo es mesianismo, claman orondos. Ni la misma guerra, que afirmaba el clásico como una forma de hacer política por otros medios, les corroe las certezas lanzadas al aire, aunque no exentas de miedo, envidias y corajes.

Para negociar hay que mirar al adversario, oír sus reclamos, reconocer sus posturas, apreciar su actitud, dudar y disponerse al intercambio. Nada de eso está presente en el grupo de las alturas derechistas. Ahí sólo hay línea, ruta única, intereses masivos que prolongar, desprecios rampantes. Negociar sólo como tranquilizante de la violencia institucionalizada. Negociar para consolidar injusticias ya bien conocidas y documentadas por la inmisericorde apropiación del ingreso disponible que atosiga y retarda el crecimiento. Negociar en cualquier situación sin medir las consecuencias para los más débiles, sin aclarar los ilegítimos derechos de los mandones. Negociar aun en contra de la mínima justicia, tal como se viene acostumbrando en el México contemporáneo de los grotescos apañes de unos cuantos. Negociar sin discutir las agendas de los demás, menos aún las de ignorantes mayorías. Para qué, si los temas ya están dados, son los necesarios para el progreso, los que difunden y proponen los centros de alcance global, esos que se escudan en los organismos multilaterales (FMI, OCDE), los que respaldan sus emisarios de gran prestigio (Greenspan-Pemex).

Lo urgente son las reformas estructurales, se dice y redice hasta rozar las emanaciones de lo obsceno. Esas que entregarían los energéticos al capital externo. Se requiere, sin apelación posible, una reforma laboral, pero no una que busque equilibrar las relaciones del capital y el trabajo, sino aquella que ate a los que alquilan su fuerza de trabajo con la inasible productividad, condición última de la competitividad, eufemismo de la explotación inmisericorde, la intemperie de la seguridad colectiva. Es impostergable, dicen, una reforma fiscal que dé al erario más recursos. ¡Que pague la informalidad! Calderón, el presidente de ese oficialismo negociador de trampas bajo fuerza, los requiere para aceitar a sus cuerpos de elite, favorecer al cómplice, comprar conciencias subordinadas, tal como lo hizo su antecesor, que malgastó ingresos adicionales por 400 mil millones de dólares durante los infaustos años de su administración, conducida por torpes gerentes para regocijo de sus jefes beneficiados. Esas y no otras son las reformas que se repiten como cantaletas continentales.

La reforma electoral que impida el fraude y los abusos contra la voluntad ciudadana, la que borre el dispendio como insulto mediático, puede esperar para un mañana incierto. La reforma hacendaria que condicione los ingresos adicionales con gastos suficientes en seguridad social, en educación, en investigación o en salud como las reales prioridades de estricta justicia, es pretensión de resentidos, grito de populistas irresponsables. Acceder a tales pretensiones de guías iluminados no es negociar, es caer en la tentación, afirman aquellos que imponen su voluntad como verdad única. Nada de seguir a los mesiánicos tropicales que no piensan en modernos horizontes y sólo aspiran a gobernar con desplantes autoritarios. Esas no son, adicionan tajantes, otra cosa que tendencias centrífugas hacia la autodestrucción que merodea y constriñe al PRD de los moderados, los de la izquierda racional. Hay que rescatar los argumentos, la crítica severa, aducen con frases displicentes o propalan, con filtraciones varias, las versiones de disidentes internos sólo para ser repetidas como eco agigantado por sus circunstanciales aliados externos, siempre dispuestos al auxilio del abusado o al feroz ataque a mansalva.

No, señores dueños de mercados y dominadores de la eficiencia. La voluntad de los de abajo, sus sueños, sus intereses y preocupaciones, no se dirigen a redoblar la inseguridad de los trabajadores, a rellenar los bolsillos de las aseguradoras, ni tampoco a coronar los trasteos de los panistas y priístas de cúpula. Bien saben los mexicanos de a pie que esa pareja está unida por el cordón umbilical de las complicidades, de los obsequios para sus patrocinadores, y nada quedará de remanente para ellos. Pocas veces en la historia de México se han distanciado tanto los pocos de arriba con las muchedumbres de abajo como en estos tiempos de olvidos, desalojos, marginación y riquezas insultantes. Y así, en este desolador panorama de oportunidades negadas a millones quieren, solicitan, impelen a negociar frente a las trincheras de la bonanza. ¡No, y no! Y que se entienda que esta actitud es, también, una manera de hacer política, quizá la única señal que por ahora se puede otear en este páramo de soledades por doquier, de horizontes truncados que no requieren adicionales tornillos para dislocarse. Una negativa que nada tiene de intemperante sino de lógica congruente, emanada de las condiciones impuestas tanto por la realidad que se vive en el México de las exclusiones y los desprecios racistas, como por la ineficacia de las propuestas a despoblado, de las recetas torpes, adoptadas con el solo propósito de perpetuar privilegios a como dé lugar.

 
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