Usted está aquí: miércoles 20 de junio de 2007 Política Fotografías: ¿exceso de realidad?

Arnoldo Kraus

Fotografías: ¿exceso de realidad?

No recuerdo con exactitud las palabras. Poco importa. En el libro Alicia en el país de las maravillas, uno de los personajes pregunta: "¿De qué sirve un libro sin ilustraciones?" Tampoco recuerdo si a la pregunta sigue alguna respuesta. Poco importa. Lo que sí es fundamental es el valor de las imágenes, de las figuras, de las fotografías. En la literatura infantil los dibujos alimentan la imaginación y son siempre bienvenidos, pues facilitan la comprensión y mitigan la "sequedad de las letras". En la literatura de la vida, la que la realidad escribe, sobre todo la de los periódicos, las imágenes son también imprescindibles. La foto de un decapitado es la voz de todos los muertos. La de las masas que marchan en Italia en repudio a Bush es la síntesis de lo que millones de personas sienten en contra del mandatario estadunidense. Recuerdo bien las imágenes mostradas por la televisión de la matanza mexicana en Aguas Blancas, Guerrero: imposible conciliar el sueño.

Las fotografías son síntesis, son conciencia. Son testigos de la vida y son elementos que no admiten mentira. Aunque suela ser común deformarlas, las fotografías originales siempre están: los viejos negativos o los cuerpos de las cámaras modernas contienen el inmodificable esqueleto de la verdad. En ese sentido son eternas: son una forma de alter ego que invita al diálogo. Por eso, es correcto afirmar que miramos los retratos y que somos mirados por ellos: cada vez que nuestros ojos atrapan una imagen su legado pernocta en nuestra conciencia por tiempo indefinido, y en ocasiones para siempre.

Cuando escribo "atrapan" quiero decir que el contenido de la fotografía trasciende el momento y se convierte en vivencia, en fuente de reflexión, en pregunta, en acicate. Y en el "atrapan" entiendo que cada lector ve y lee lo que desea y descarta lo que poco tiene que ver con sus intereses (o con sus capacidades). Las imágenes evocan respuestas de acuerdo con lo que se observa. Las que muestran el inmenso universo del dolor suelen atraparme.

Ante mí tengo un recorte de una fotografía que distribuyó la agencia Reuters el 14 de junio, y que me imagino se publicó en varios periódicos. Es como debe ser: en blanco y negro. Al pie del retrato se lee: "Encadenado en una choza en India con sus padres enfermos de lepra". Más que hindú el niño es un niño del otro mundo, del mundo de los invisibles. Intento describir.

Sentado en la tierra se observa un niño que nos observa. Tiene los ojos muy abiertos, el párpado izquierdo un poco caído, el pelo muy corto y la boca entreabierta por donde asoma la dentadura. Su semblante parece petrificado; seguramente así está la mayor parte del tiempo, aunque me queda la impresión de que la presencia del fotógrafo avispó su mirada.

La oreja derecha, la frente y la nariz son idénticas a las de los niños que viven en el otro mundo; la oreja izquierda no se observa: quizás esa sea la que atestigua lo que sucede en lo que los otros humanos denominamos vida. Viste una camisa similar a las camisas del planeta. Sus brazos flacos sostienen sus pequeñas manos cuyos dedos huesudos atrapan su cordón umbilical: la cadena que proviene de un sitio desconocido y que apresa su tobillo derecho. La fotografía no muestra el origen de los eslabones, aunque supongo que es una porción de la tierra que lo parió. Los grilletes atrapan a quien mira.

La cadena lo detiene para que no escape: afuera la humanidad amenaza, acecha, mata. Las piernas son delgadas: la izquierda está estirada, la derecha doblada. A espaldas del niño se observan unos barrotes, seguramente de madera; el fotógrafo no captó los bordes laterales ni el frontal de su jaula-casa. El piso parece ser de yeso. Es irregular, presenta grietas. Las grietas son metáfora: la vida agrietada es el destino in utero de muchos de los hijos de la globalización. Sobre el piso cuento 14 objetos: todos son papeles de envolturas, salvo un plato y dos frascos. Aunque no se ve el interior de los envases, estoy seguro de que están vacíos, aunque quizás no tan hueros como el destino y la vida de Shomvu.

Shomvu Sharkar es el nombre del niño encadenado. Así lo explica la leyenda que acompaña la fotografía y que, además dice que tiene ocho años y que padece retraso mental y que los padres padecen lepra y que viven en Siliuri al noroeste de India y que en ese país vive alrededor de 60 por ciento de la población mundial que sufre esa enfermedad y que hoy es curable y que la mayor barrera para erradicarla es la ignorancia y el temor a verse estigmatizado. Y yo considero que se requieren incontables yes para terminar este artículo.

Y es que la fotografía que muestra a Shomvu es la fotografía que retrata la realidad del mundo donde ignorar y estigmatizar y morir por enfermedades curables y habitar encadenado y ser olvidado y ser extremadamente pobre y ser niño o niña en cuyo léxico la palabra alegría carece de letras es la norma y no la excepción. Y es que Shomvu no es un exceso de realidad: es otra de las realidades.

 
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