¿Y la política?
Hay un aspecto inquietante en el papel que desde hace tiempo tiene la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Por un lado, es saludable e indispensable que la última instancia actúe con independencia y profesionalismo pues introduce certezas en un espacio donde había prevalecido la subordinación al Poder Ejecutivo y, por caminos informales, a otros poderosos intereses cuyo peso es indiscutible. Las resoluciones del máximo tribunal son la última palabra desde el punto de vista legal, constitucional, aunque no lo sean en términos de la apreciación de los sujetos involucrados. Eso no significa, ni mucho menos, que lo que resuelva la Corte, o las variadas interpretaciones de los ministros, no se puedan discutir, ser objeto de análisis y crítica. Además, ella misma puede matizar o rectificar más adelante, pues su funcionamiento está sujeto a mecanismos muy puntillosos en cuanto al alcance de sus actuaciones. Seguramente los expertos, animados por la preminencia adquirida por la Suprema Corte, podrían argumentar mejor que yo, desde luego, qué falta por hacer a este respecto para ajustar en lo que corresponda a este órgano con las crecientes necesidades en esta delicada materia. Sin embargo, hay un hecho preocupante. Da la impresión de que, dadas las condiciones de grave deterioro en que se halla "el estado de derecho", toca a la Suprema Corte enmendar deficiencias notorias que, bajo circunstancias "normales" tocaría a otras instancias judiciales resolver. Tiene razón Edgar Cortez, defensor de los derechos humanos, cuando dice en entrevista a La Jornada que "las instancias ordinarias para investigar los delitos en el país no funcionan", y por eso a la Corte llegan algunos casos de importancia excepcional que tampoco fueron atendidos en forma conveniente por los gobernantes y los órganos de "procuración" correspondientes. Por el contrario, la materia prima de tales juicios es el desempeño de la fuerza pública, cuya activación es prerrogativa exclusiva de los mandatarios a escala estatal y federal.
Para decirlo de otro modo: en la compleja interrelación entre la política y la justicia fallan los dos extremos. Ni la autoridad escapa al condicionamiento autoritario de reprimir sin negociar, ni los jueces eluden la cómoda subordinación al poder. En esa combinación perversa, fallan todas las mediaciones políticas, justo aquellas que le permiten al Estado resolver conflictos sin que éstos, necesariamente, escalen indefectiblemente el nivel en el cual se originaron. Fracasan los municipios, los estados, y en esa lógica burocrática de "echarle el muerto" al que sigue en el orden burocrático de prelación, los problemas se pudren, la sociedad se polariza, la desconfianza crece como la espuma. En lugar de exigir a los gobiernos mayor sensibilidad democrática para canalizar la irritación en vez de agudizarla, se pide, como salida, la aplicación estricta de la ley, es decir, mano dura en lugar de justicia expedita y negociación civilizada.
En el origen de los expedientes de Atenco y Oaxaca está presente la misma sordera gubernamental, semejantes abusos de poder de alguna forma sancionados por los jueces. La postura de aplicar la fuerza como solución llevó, dada la estructura, los reflejos de los cuerpos policiacos y la mentalidad de los mandos, a una espiral violatoria de las garantías individuales y a la supresión, en los hechos, de las libertades públicas. En Puebla, la autoridad protege a un individuo impresentable, cuyos vínculos con pederastas conocidos están a la vista... y al oído. Y, sin más, el Ejecutivo poblano pone el aparato de procuración de justicia al servicio de una vendetta incalificable contra la periodista Lydia Cacho. Ahora la Corte tiene que hilar fino para reparar los graves daños que ya se han cometido, pues recordemos las violaciones a los derechos humanos cometidas contra los detenidos oaxaqueños, el injusto encarcelamiento a los líderes cuando aún estaba montada la mesa de las negociaciones con el gobierno federal.
Ahora el secretario de Gobernación trata de salvar la cara, pero es muy tarde. El Ejecutivo no puede deslindarse del problema de Oaxaca, como tampoco puede hacerlo el Senado que, siguiendo al panismo, eludió una respuesta clara y definitiva al tema de la permanencia de Ulises Ruiz en el cargo.
La pregunta que está en el aire, además de lo que diga la Corte, es si el gobierno de Felipe Calderón va a entrarle en serio a buscar soluciones a los conflictos heredados por su antecesor o si, como hasta ahora, prefiere hacer como que estos asuntos no son de su competencia.
Bienvenida la actuación de la Suprema Corte, cuyas resoluciones pueden hacer la diferencia con el pasado. Pero la autocomplacencia puede ser, en este punto, la fuente de abundantes desengaños. La política no debe ni puede ser sustituida por los tribunales. Tampoco por el uso indiscriminado de la fuerza del Estado. La situación del país exige menos campanazos mediáticos y mayores esfuerzos en aras de la reconstrucción nacional. La Suprema Corte no le hará el trabajo a los gobernantes.