Reformita y proyectito
Cierta sustancia comienza a definir la administración del Presidente del oficialismo: la estrecha envergadura de su proyecto político y lo reducido (o convenenciero) de sus publicitadas reformas. Ambos quehaceres se corresponden en la actualidad. La reforma fiscal, tan cacareada desde Los Pinos, avanza entre los legisladores convertida en artificiosa miscelánea, y el horizonte que ésta revela se cataloga como el de una continuidad temerosa. Para afianzarse en el puesto, Calderón va cediendo porciones importantes de sus atribuciones y pagando facturas con una largueza poco común. Todo le parece permitido en su búsqueda de legitimidad: abonarle con largueza a la profesora Gordillo a cuenta de sus favores electorales o arrebujarse con las tétricas figuras de Marín, el definitivo góber precioso, y de Ulises Ruiz, el oaxaqueño de la mano tan pesada como impune. Pero también puede verse, de cuerpo entero, en su mansedumbre negociadora, ya sea al aceptar las condiciones impuestas por los cubanos o cuando se acomoda con el inefable ranchero de las tropelías y venganzas (Fox) o con Espino, su escudero de ocasión.
Los nada sorprendentes cambios fiscales, pues son ya moneda conocida en otras haciendas públicas del ancho mundo, tratan de dar vuelta tanto a los numerosos agujeros impositivos que acarrea el ISR como a los negados gravámenes que, al menos en pequeños montos, pesarán sobre los asalariados. A estos últimos les afectará, aunque lo nieguen, la eliminación del llamado subsidio al trabajo. En ambos casos se argumentan y publicitan logros que están lejanos de ser realidad positiva. En cambio, sí traerán aparejados protestas y efectos indeseados. La llamada contribución empresarial de tasa única (CETU) dejará ir a los causantes mayores, que la evadirán con sendos procesos de ingeniería, y caerá como pesado fardo, hasta incautatorio, sobre los medianos y pequeños negocios. Al final del día, una burocracia ya bien cebada por los enormes salarios y desmedidas prestaciones de sus altos niveles esperará, con la debida impaciencia, el botín que ya vislumbra cercano.
El PRI, conducido por sus líderes de ocasión en esta maraña de compromisos personales, identificaciones ideológicas derechistas, y forzado por las siempre presentes complicidades grupales, ya ha rubricado su participación. Caminará, después de un acordado regateo público, por la senda marcada desde Hacienda y, más para allá, por sus patrones verdaderos de dentro y fuera del país. A cambio le serán concedidos ciertos reclamos que solicita, en especial los tocantes a la independencia de Pemex que, se dirá una vez más, con enérgica entonación de voz, ¡no se privatizará!
El Frente Amplio Progresista, en cambio, tiene por delante un trabajo fino de acuerdos internos y definiciones futuras. Nada hay en la tal reforma fiscal que se parezca a la oferta hecha durante la pasada campaña por López Obrador, menos aún respecto de lo que ha ido surgiendo en la difícil ruta para construir la nueva República que se ambiciona. El gobierno legítimo ha marcado con claridad su derrotero: no negociará algo diseñado desde fuera y para perjuicio de las mayorías nacionales. No se trata ya de los sectores marginados de la población, esos de varias maneras resultarán afectados y habrá que defenderlos de otras maneras, sino de las clases medias, del aparato productivo nacional y de las posibilidades de salida para una economía asfixiada e inconexa.
Entrar, una vez más, en la ruta que ya lleva cuatro sexenios de ensayos y errores monumentales es una torpeza política. Si la administración de los panistas insiste en mantener privilegios hay que dejar que absorba, en solitario, los enormes costos asociados a tal costumbre. A nada conducirá unirse con ellos sino a postraciones de la economía, tal y como ha sucedido durante más de 25 años consecutivos. Darle a la hacienda pública recursos adicionales a costa de trabajadores y empresas chicas es firmar actas de defunción colectivas.
La presente miscelánea trata de ajustarse a la achicada realidad que han continuamente manoseado los neoliberales locales. Calderón sólo aspira a una continuidad sin relieve, sin grandeza, apoyada en subterfugios, para que todo permanezca igual. Los recursos públicos necesarios para impulsar el crecimiento y el justo desarrollo no se conseguirán sin afectar, con la dureza necesaria, a los evasores y delusores actuales. Se tiene que hacer el esfuerzo por desterrar la corrupción, aumentar, con decisión y método, la recaudación y, sobre todo, gastar e invertir con transparencia y para beneficio del pueblo. El CETU bien puede ser confiscatorio e inconstitucional. Los amparos no se harán esperar y Calderón tendrá que sumar tales protestas a su otra fallida reforma (ISSSTE). En lugar de proponer atajos debería de una buena vez cancelar privilegios fiscales. Bien podría, por ejemplo, imaginar cómo gravar (ISR) los flujos de efectivo, señal inequívoca de utilidades (o pérdidas) y simplificar la recaudación. Ya no puede ni debe verse a empresas que no contribuyen pero compran todo y de todo pues tienen abundantes tesorerías o fortunas que crecen en desmesura amparadas en transacciones de bolsa inventadas, mientras los funcionarios públicos canturrean con las bolsas repletas.