Editorial
EU: continuidad delictiva
La divulgación de la información contenida en el expediente llamado Las joyas de la familia, elaborado en 1973 y desclasificado este martes, en el que se da cuenta de las operaciones delictivas perpetradas por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) durante la séptima década del siglo pasado, no revela nada nuevo, salvo algunos detalles, respecto de lo que ya se sabía de las añejas prácticas de este organismo estadunidense: las conspiraciones para asesinar a líderes políticos extranjeros, como el presidente cubano Fidel Castro, en 1960, y el primer ministro congolés Patricio Lumumba, en 1962; el espionaje a periodistas, activistas políticos y líderes estudiantiles, así como los experimentos con drogas como el LSD en seres humanos sin su consentimiento, han sido actividades ampliamente conocidas desde hace mucho tiempo por la opinión pública internacional.
Sin embargo, la desclasificación y difusión de estos documentos reviste gran trascendencia porque pone en evidencia la continuidad de los métodos empleados por el gobierno de Estados Unidos, de manera rutinaria y sistemática, en lo que respecta a la aplicación de sus políticas externas e internas: el atropello constante a los derechos humanos y la violación de leyes domésticas e internacionales, la intromisión -encubierta o no- en asuntos que corresponden a la soberanía de otros países y la negación pública de estos y otros delitos cometidos de manera furtiva.
A raíz del escándalo de Watergate (1972-1974), desatado porque agentes de la CIA pretendieron instalar clandestinamente micrófonos y cámaras en la sede del Comité Electoral del Partido Demócrata, y concluido con la dimisión del entonces presidente Richard Nixon, el Congreso estadunidense instauró una serie de reglas en materia de inteligencia, con el fin de mantener cierto control sobre las tendencias delictivas de la agencia de espionaje. Sin embargo, tanto la CIA como otras oficinas de seguridad e inteligencia del país vecino siguen, en lo fundamental, operando con los mismos métodos e incluso han incursionado en la aplicación de prácticas nuevas y aberrantes.
En años y meses recientes se ha dado a conocer información respecto a la red de cárceles clandestinas -llamadas black sites, o lugares negros- y vuelos secretos organizada y operada por la CIA para secuestrar, retener, transportar y torturar a sospechosos de terrorismo en distintos países de Europa, Asia, Africa y Medio Oriente. Por otra parte, la opinión pública internacional ha asistido con horror a la revelación de las condiciones en las que hasta la fecha, y a pesar de las protestas internacionales, se mantiene retenidos en la base militar de Guantánamo a centenares de secuestrados por los servicios secretos estadunidenses.
Por lo demás, la Ley Patriótica impuesta por el gobierno de George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 es, en buena medida, una legitimación de las inveteradas prácticas delictivas de la CIA. Ese documento legaliza el espionaje telefónico, la apertura clandestina de correspondencia, la intercepción de correo electrónico, la sustracción secreta de documentos como historias clínicas y la escucha de conferencias telefónicas, todo ello sin que se requiera orden judicial. Al mismo tiempo, el presidente republicano instauró consejos de guerra para juzgar a civiles sospechosos de terrorismo, que se ven privados de derechos tan elementales como la presunción de inocencia y el acceso a abogados defensores. A instancias de Alberto Gonzales, actual secretario de Justicia, se otorgó autorización a los servicios secretos para torturar "moderadamente" a los infortunados ciudadanos de cualquier país que sean discrecionalmente considerados "combatientes enemigos".
Significativamente, ayer un comité senatorial citó al vicepresidente Dick Cheney y a otros funcionarios del Departamento de Justicia y del Consejo de Seguridad Nacional para que expliquen la instauración de un programa de espionaje telefónico considerado ilegal por muchos legisladores y por organismos de defensa de los derechos humanos.
En suma, los datos referidos permiten concluir que el gobierno estadunidense fue, y sigue siendo, como han denunciado puntualmente las organizaciones Human Rights Watch y Amnistía Internacional, un violador principalísimo de los derechos humanos dentro y fuera de su territorio, así como un infractor pertinaz de la legalidad internacional.