Usted está aquí: viernes 29 de junio de 2007 Cultura Juego, sexo y dinero: titilan las señales del cambio social en las calles de Moscú

De sus palacios, murallas, templos y jardines emana una fuerte sensación de historia

Juego, sexo y dinero: titilan las señales del cambio social en las calles de Moscú

A 18 años del derrumbe socialista, se percibe una sociedad todavía estremecida

La inmensidad convoca a la desmesura, en la obra y las emociones

ARTURO GARCIA HERNANDEZ

Ampliar la imagen Efigie de Lenin, líder de la Revolución socialista soviética de 1917 y la marca de la cadena estadunidense de comida rápida MacDonald's, en Moscú. Con la extinción de la URSS sobrevino la adopción de la economía neoliberal Efigie de Lenin, líder de la Revolución socialista soviética de 1917 y la marca de la cadena estadunidense de comida rápida MacDonald's, en Moscú. Con la extinción de la URSS sobrevino la adopción de la economía neoliberal Foto: Arturo García Hernández

Cuando se llega por primera vez a cualquier ciudad, todo es descubrimiento, inevitable asombro. No importa si antes se le ha visto en tarjetas postales o en guías turísticas, cuando se le tiene en directo ante los ojos, se le encuentra llena de embriagante novedad.

La diferencia entre ver a Moscú en una película o en fotos de Internet, y estar en ella, es la poderosa sensación de historia que emana de su arquitectura: palacios, murallas, templos, jardines, monumentos. Una sensación que se respira en el aire y evoca en el observador los hechos y personajes que han dejado su impronta en la capital rusa y han hecho del país lo que es: un referente mundial en la cultura y la política.

De acuerdo, hay algo o mucho de veneración fetichista en tal embeleso: ¡Pensar que sobre esta tierra, bajo este cielo, vivieron y escribieron Pushkin y Dostoyevski! ¡Que en aquel teatro imperial Chaikovski concibió sus célebres sinfonías y ballets! ¡Que al pie de esa muralla en el Kremlin, están los restos del gringo John Reed, amigo de Pancho Villa, cronista memorable de las revoluciones mexicana y rusa!

A la imagen actual de la Plaza Roja, cada día inundada por marejadas de sonrisas unidas a una cámara fotográfica, el cronista embelesado quiere sobreponer aquella estampa antológica de la épica revolucionaria, plasmada por Reed en Diez días que estremecieron al mundo: “Riadas de gente desembocaban por todas las calles hacia la Plaza Roja, millares y millares de seres con las huellas de la miseria y las penalidades. Una banda llegó tocando La Internacional y, espontáneamente, el canto se apoderó de la multitud, propagándose como las ondas sobre el agua, majestuoso y solemne. De la muralla del Kremlin colgaban hasta el suelo gigantescos pendones rojos con grandes inscripciones en oro y blanco que decían: ‘A los primeros mártires de la Revolución socialista mundial’ y ‘Viva la fraternidad de los trabajadores del mundo’. Un viento frío barría la plaza y agitaba los pendones. De los barrios más lejanos llegaban ahora los obreros de las fábricas con sus muertos”.

Pero Rusia no es sólo un pasado glorioso y trágico, también es un presente complejo y fascinante. En 1989 empezó el derrumbe de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) y quedó evidenciado lo que se sabía desde que Stalin empezó a gobernar a sangre y fuego: ese modelo para un mundo mejor que nacía en 1917 –el paraíso en la tierra–, estaba podrido desde los cimientos.

Al visitante no le consta cómo era la vida en Moscú antes de la debacle soviética. Transcurridos 18 años del derrumbe –un instante, en términos históricos–, identifica en la ciudad los efectos y contrastes propios de la incorporación de Rusia a la economía neoliberal globalizada; y percibe una sociedad todavía estremecida, en una especie de tensión dialéctica entre lo que era y lo que es.

El vicepresidente de la agencia noticiosa estatal Novosti, resume la situación con ironía: “Cuando cambió el sistema descubrimos que todo lo malo que se decía del socialismo real era cierto, y que todo lo malo que se decía del capitalismo… también era cierto”.

Singular bienvenida

Es la una y media de la madrugada en la capital rusa. Un grupo de periodistas mexicanos* llega al hotel Cosmos, colosal edificio en forma de hemiciclo que emerge de la tierra cual cortina (de cristal) de una presa sin río. Se localiza al norte de la urbe y cuenta con mil 777 habitaciones. Fue construido para alojar a los atletas que participaron en los Juegos Olímpicos de 1980. Al conocer la procedencia de los recién llegados, un botones empieza a enumerar efusivamente nombres de jugadores mexicanos de futbol: Cuauhtémoc Blanco, Jorge Campos, Luis Hernández, Jared Borgetti, Hugo Sánchez. No habla español pero puede pronunciar todos esos nombres. Es su singular manera de dar la bienvenida.

En torno del amplio vestíbulo del hotel hay varias máquinas tragamonedas y dos bares. Un solitario huésped pierde algunos rublos en las máquinas, mientras cinco sexoservidoras se aburren y desvelan en uno de los bares. Juego, sexo, dinero. A la vista de todo mundo, como en cualquier país libre y democrático de Occidente. ¿Primera señal de los cambios que se han operado en el país?

Poco después de las cuatro de la madrugada el cielo ya empieza a sonrosarse con el resplandor que anticipa la salida del sol. Así es la primavera y veranos septentrionales: días largos, noches cortas. El fuereño se asoma a la ventana de una habitación en el piso 23 del hotel y los ojos insomnes se le colman de inmensidad. En la panorámica, el paisaje se ilumina infinito en todas direcciones. La mirada no alcanza para ver dónde termina aquella sucesión de enormes conjuntos habitacionales, parques, fastuosos monumentos y los característicos rascacielos de arquitectura estalinista, con sus torres puntiagudas invariablemente rematadas por una estrella.

Si el cronista se viera obligado a la tarea imposible de describir con una sola palabra todo lo que verá y oirá a partir de ese momento, elegiría: “Desmesura”.

Quizá tuvo razón Thomas Mann al sugerir en La montaña mágica que la inmensidad del espacio geográfico determina “el espíritu ruso”. Rusia es el país más extenso del mundo (8.5 veces mayor que México); a sus costas las bañan aguas de tres océanos: el Atlántico, el Artico y el Pacífico; sus fronteras terrestres suman 20 mil 322 kilómetros y las marítimas 38 mil. Con algo había que llenar tanto espacio.

La inmensidad convoca a la desmesura, en la obra y en las emociones. Hace 853 años Yuri Dolgoruki levantó una fortaleza triangular de madera alrededor de un poblado situado en lo alto de la colina del Pinar, junto al río Moscova. Se le considera el acto fundacional de Moscú. Dicha fortaleza (“kremlin”, en ruso) es el edificio más antiguo de la ciudad y corazón político del país. Sus dimensiones son proporcionales a las de la nación que emblematiza: las murallas que actualmente lo delimitan, construidas en 1495, suman 2 mil 235 metros de longitud a lo largo de los cuales se distribuyen 19 torres, en torno a un área de 27 hectáreas.

Como museo, el Kremlin es en sí mismo un compendio apabullante de la desmesura: sus paredes resguardan el Tsar Pushka o Cañón Zar (1586), de 38 toneladas de peso, 5.34 metros de largo y un calibre de 890 milímetros. Nunca se le utilizó, pero el Libro Guiness de los récords lo tiene catalogado como el más grande del mundo.

A unos pasos está la Tzar Kolokol, o Campana Zarina (1753), con sus 200 tonelas de peso, 6.14 metros de altura y 6.6 de diámetro. Tampoco se le ha utilizado, pero nada le quita su lugar como “la campana más grande del mundo”.

Después de eso, ya no causa extrañeza que Pedro I, zar de Rusia entre 1682 y 1725, se haya hecho llamar Pedro El Grande; y que Catalina II de Rusia, emperatriz entre 1762-1796, también haya elegido el apelativo: La Grande.

En Rusia el tamaño evidentemente sí importa.

*El cronista formó parte de un grupo de periodistas invitados a Rusia en mayo pasado para conocer in situ el trabajo de los Coros, Danzas y Ensamble del Ejército Rojo. La invitación fue de los organizadores de la gira por México de la compañía: el promotor cultural Hiquíngari Carranza, director del Centro Cultural El Juglar, y Rosario Partida, socia, junto con Felipe Radrigán, de la empresa F.R. Festival y Representaciones Artísticas. Después de sus exitosas presentaciones por 15 estados, así como algunos países centroamericanos, los artistas rusos se despiden de tierras mexicanas este viernes, con una función, a las 21 horas, en el teatro Metropólitan.

 
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