Usted está aquí: domingo 1 de julio de 2007 Opinión Los prefectos del recuerdo

Rolando Cordera Campos

Los prefectos del recuerdo

De acuerdo con el inefable jurisconsulto Ojesto, todo es culpa del pueblo inculto y burdo, que no sabe sentarse a la mesa de la democracia, mucho menos a la de la ilustración, que el abogado tan gustosamente encarna. Según otros oficiantes del triunfo del 2 de julio, lo que deberían hacer los perredistas es comer pasteles cubiertos de unos votos que su abanderado echó a perder por su mala conducta y peor retórica, mientras que algunos voceros sin oficio empiezan a celebrar el triunfo de su majestad el derecho, que pondrá en la picota o llevará a chirona a López Obrador, por levantisco, y a Marcelo Ebrard, por omiso y dejado. Vaya manera de recordar y pasar revista a lo que pasó y pudo pasar hace un año.

Los datos abruman, y a medida que pasan los días se opta por soslayarlos o hacer como que no recogieran sino una micra de una realidad social lacerante y una circunstancia política ominosa. Pero los cuadros y los panoramas siguen ahí, como el dinosaurio de Monterroso, y no queda sino esperar a que al calor del debate fiscal o de los trabajos sobre la reforma del Estado ocupe el lugar central que la elección del año pasado les dio, y que la operación triunfo orquestada por la publicidad pagada y los medios masivos ha buscado enterrar y relegar al archivo del olvido: la división social continúa su labor de zapa contra la cohesión y la convivencia pacífica; los partidos se alejan de sus bases sociales y la democracia da para todo lo que pueda imaginarse, menos para ser un auténtico matraz representativo de las necesidades y las expectativas de la sociedad.

El sistema político es convertido por el PRI en una bolsa de compra y venta de protección, mientras que el PRD se convierte en franquicia de lavanderías de ropa sucia, de Michoacán a Zacatecas, pasando por tribulandia y sus delegaciones. El PAN reclama la sede de los "hombres de bien", pero su credibilidad no resiste, por la edulcoración que de su historia hacen los sumisos historiadores de la política nacional, y se vuelve ridícula petición de principio, así como una variable dependiente de las travesuras de Fox y Espino, o de las majaderías de Aznar y derivados. Lo que pudo ser un principio de orden democrático alimentado por la pluralidad galopante que trajo consigo la crisis económica y política de los lustros finales del siglo XX, se ha vuelto un casino y una cámara de compensación para jugadores privilegiados, escondidos en la noche de la manipulación informativa y el ocultamiento persistente de datos, cifras y minutas, so pretexto de la seguridad nacional.

La cuenta final de la sucesión presidencial no se ha hecho, por más prosopopeya que gaste el consejero presidente del IFE, y el sabor a imposición oligárquica que dejaron las ilegalidades de Fox y las cúpulas del dinero sigue entre nosotros. No se trata de festejar con hiel, sino de insistir en que sin historia, bien recogida y mejor contada, la política democrática no tiene más opción que los palos de ciego, se trate del intercambio discursivo o de la reconducción de una economía que no rinde frutos mínimos para asegurar la reproducción social.

Para vivir en sociedad es bueno recordar, pero es claro que no basta para la vida buena. La guerra mediática desatada contra López Obrador y la izquierda el año pasado, y mantenida hasta la fecha, tiene como eje la desmemoria y la dilución del mal recuerdo en los buenos augurios de un régimen renovado por los bien portados y educados en las maneras de mesa. Pero la guerra fue eso, y el odio buscado por los legionarios del PP español tuvo sus efectos y puso al país todo de frente a unos abismos de encono y rijosidad pocas veces visitados antes. Por esto y más, hay que recordar y recordarles a quienes se extrañan por el uso del vocablo guerra que lo del año pasado, a confesión grosera de parte, no fue una tarde de té loco ni un juego de matatena, y que la estrategia adoptada por la derecha y los empresarios puso en peligro la paz social y puso a flote las mil y una debilidades culturales e institucionales que afectan nuestra democracia.

Recuperar el discurso democrático pasa por el inventario del abuso y la imposición y por admitir que un país tan grande e importante como es México no merece el tipo de prefecturas que nos quieren asestar los acomodados en una satisfacción epidérmica y de opereta, pero no por ello menos dañina. De efemérides como la que nos quieren vender está poblada la ruta del despeñadero.

Poco o nada hay que celebrar este julio. Sí mucho por hacer, para evitar que la memoria se vuelva rutina.

 
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