Editorial
Terroristas y antiterroristas
El atentado suicida perpetrado ayer en la provincia de Mareb, Yemen, cuya autoría es atribuida por autoridades de ese país a la red terrorista Al Qaeda, y a causa del cual murieron siete personas -seis turistas españoles y un yemení-, es un suceso condenable desde cualquier perspectiva. Por otra parte, junto con los recientes barruntos de ataques terroristas en las ciudades de Londres y Glasgow, en el Reino Unido, pone de manifiesto la inutilidad e ineficacia de la "guerra contra el terrorismo" emprendida por el gobierno de George W. Bush y sus aliados desde octubre de 2001, cuando invadieron Afganistán en el contexto de la operación Libertad Duradera, y continuada después en el hoy asolado territorio de Irak.
En casi seis años de acciones beligerantes que han sembrado destrucción y muerte en muchos rincones del mundo, Estados Unidos, auxiliado por Inglaterra, otra potencia bélica, y por aliados menores como Italia y España, no sólo no ha conseguido acabar con Al Qaeda -organización a la que se responsabilizó por los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington-, sino que ha contribuido a su propagación y crecimiento en diversas regiones como Irak, Medio Oriente y Africa.
Hoy, tras las invasiones a Afganistán e Irak, el mundo no es más seguro ni está a salvo de eventuales ataques terroristas; por el contrario, los atentados se multiplican y la zozobra ha hecho presa de poblaciones que, hasta antes de la cruzada estadunidense, se mantenían al margen de los conflictos entre las autoridades de EU y los grupos terroristas inspirados en el fundamentalismo islámico: los ataques a Madrid y Londres, ocurridos en marzo de 2004 y julio de 2005, respectivamente, son dos ejemplos claros de esta incorporación de países enteros a la pesadilla de un conflicto armado difuso y de frentes crecientes.
Por otra parte, la "guerra contra el terrorismo internacional" ha multiplicado los rencores que proliferan en diversos ámbitos de las sociedades islámicas contra Europa y Estados Unidos. Las guerras de Afganistán e Irak se han traducido en una inconmensurable y sostenida destrucción de vidas y bienes materiales, atribuible, en primer lugar, al gobierno de Estados Unidos, y no es de extrañar que esos y otros países se hayan vuelto semilleros de nuevos adeptos para las organizaciones armadas fundamentalistas.
La escalada entre éstas y los gobiernos occidentales ha dado lugar a una barbarie global y a sufrimientos incontables de millones de personas atrapadas en los frentes cambiantes y sorpresivos del conflicto, pero ninguno de los bandos está en posibilidades de ganar una guerra que no va a restablecer la paz y la seguridad mundiales y que no tiene más perspectiva que cuotas adicionales de violencia y muerte. Por ello, resulta necesario que la OTAN salga de Afganistán, Estados Unidos ponga fin a su sangrienta ocupación de Irak y, por lo que hace al resto, que los gobiernos occidentales empiecen a buscar rutas de negociación con los enemigos que han creado. Al margen de las consignas emitidas de manera regular por la Casa Blanca -"con los terroristas no se negocia"-, tarde o temprano Washington y sus aliados tendrán que dialogar con sus ubicuos enemigos para poner fin a esta insensatez.