Usted está aquí: miércoles 4 de julio de 2007 Cultura Una cantata escénica narrada con el gesto ancestral del asombro frente al mundo

El espectáculo de nieve de Slava celebra éxito abrumador en el teatro San Rafael

Una cantata escénica narrada con el gesto ancestral del asombro frente al mundo

PABLO ESPINOSA

Ampliar la imagen Paráfrasis de un cuadro de Vicent van Gogh. Un instante de la epifanía de una hora y media del artista ruso Slava Poluni, en la foto, el 7 de junio pasado Paráfrasis de un cuadro de Vicent van Gogh. Un instante de la epifanía de una hora y media del artista ruso Slava Poluni, en la foto, el 7 de junio pasado Foto: Carlos Cisneros

El espectáculo de nieve de Slava, una metáfora que teje fantasías con el hilo poderoso de la mente matemática de la infancia, el arte del clown, la commedia dell’arte, la técnica kabuki, el teatro kathakali, el arte del silencio y el poder sin límite de la fantasía, celebra este miércoles el éxito abrumador de sus temporadas del año anterior y de este 2007 en el teatro San Rafael, luego de arrullar el asombro humano en escenarios de Estados Unidos y Europa.

Creado por el maestro ruso Slava Poluni, el espectáculo Slava’s Snowshow (El espectáculo de nieve de Slava) hace hervir los copos níveos, pone en ebullición las almas, agita los sentimientos y eleva a los circunstantes a la condición del sueño en vigilia, un levitar continuo en estado de gracia.

Se trata de una sucesión de cuadros fantásticos, una galería que cobra vida gracias a la capacidad infinita de conmover que activa una trouppe de actores que enarbolan el arte del clown, quienes asestan un suave/espléndido/acariciante/tormentoso y calmo coupe de theatre, un tour de force armado con la edificación de un andamiaje invisible que recurre a los gestos sinópticos del cuerpo, al alto voltaje de sonrisas cuya luz tenue se intensifica, se apacigua, se agita, se calma y se vuelve a encender con las iluminaciones espirituales que despiertan estos actores sorprendentes.

Es el arte del clown, contrario a todas las ideas que en vulgo se han difundido en torno a los payasos, cuyo arte, ciencia, artesanado se remontan a tiempos inmemoriales, desde que el ser humano goza de fantasías, sueña despierto, anhela el infinito, navega el cosmos.

Eso, navegar el cosmos, es lo que impele este grupo de artistas supremos. No en balde el juego, que es el arte más antiguo del mundo, se activa en escena mediante esferas, que en la vida real se pueden traducir como balones, pelotas, bolas, circunferencias tridimensionales pero cuyo origen metafísico se condensa en lo perfecto, lo circular, lo esférico, lo cósmico.

En medio de la nieve todo se sucede. A través del sueño el público cruza las fronteras, borra los límites. Trasciende. Lo metafísico cobra forma entonces en esferas, nieve, trenes que nunca vemos pero que siempre existen, en aves cuyo vuelo adivinamos por el gozo de su canto, en una música cósmica que se entreteje con una samba maracatú de Caetano Veloso, con la diosa Fortuna de la cantata escénica Carmina Burana.

Eso, asistimos a un ritual, a una cantata escénica cantada sin palabras, nada más con gestos. Un actor se planta en cámara lenta, en un andar acompasado en su ralenti y de repente se percata de otra presencia, invisible/visible y voltea como se voltea en los sueños, con un estremecimiento fugaz de cada músculo, con el aleteo imperceptible de cada poro, con la respiración de clepsidra de un copo de nieve que aletea entre sueños y acaricia el reposo. Entonces el actor, el clown, clava su pasmo en un gesto facial que traspasa el universo. Es el gesto primigenio, ancestral, perenne del asombro frente al mundo y sus misterios.

La magia del clown

Cada gesto teatral se desarrolla a velocidades pasmosas, como las del colibrí, tan lentas que no se mueven, tan omnipotentes como el silencio, que reina a pesar del decibel que nunca cesa. Esa es la magia del arte del clown, el crescendo y el diminuendo, el accellerando y el ralentando, la alta velocidad en que se mueven que en realidad es cámara lenta, lentísima, merced a su condición minimalística, a su frugalidad espléndida, a su origen metafísico que se torna en sonrisas. Iluminaciones.

La sucesión de cuadros fantásticos muestra una escena en un andén de trenes, un sueño en medio de la penumbra, una conversación sin palabras por teléfono, un canto en medio de la noche, la navegación en medio del mar en calma, viaje próspero, que se torna en tormenta marina mientras la cama se convierte en buque, las sábanas en el velamen, la mente en viajera inagotable, homérica y divina al mismo tiempo.

Los espíritus lúdicos se despliegan, en estrategia de fantasmas/hadas/duendes, sobre el escenario. El arte de la transformación presenta imágenes beckettianas, transfiguraciones a lo Antonin Artaud, las iluminaciones por igual budistas que versos de Rimbaud.

Cantan tres actores: blú blú blú Blue Canary, mientras sus acordeones sueltan melopeas y la boca de uno de ellos se convierte en vórtice soprano. Pero en realidad todo se escucha en el silencio. Como la escena donde el actor que remplaza a Slava, quien ya no necesita estar presente en escena para estar siempre presente, se desdobla en maniquí, en un personaje femenino que lo abraza y lo acaricia, pero que es él mismo, como lo dictó hace decenios el maestro de Marceau y de todos, los mismísimos grandes mimos, don Etienne Decroux.

Y así se suceden los cuadros fantásticos uno a uno, como los sueños, porque la verdad no está en uno sino en muchos sueños, hasta alcanzar el clímax, la catarsis en el sentido más puro y metafísico, tal y como lo inventaron los antiguos griegos. En cuanto finaliza este sueño maravilloso, que en realidad nunca termina, todos y cada uno de los habitantes de todas y cada una de las butacas, son inevitablemente una mejor persona.

El sueño de nieve de Slava es uno de los espectáculos más hermosos que se pueden ver en toda una vida.

 
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