El temor al pueblo
Hubo un tiempo en el que los presidentes mexicanos salían a la calle en automóviles descubiertos y nadie los mataba ni les tiraba tomates o huevos podridos. Después del asesinato de John F. Kennedy las cosas cambiaron, primero en Estados Unidos y luego, poco a poco, en todo el mundo. Ahora hasta el jefe del Estado Vaticano viaja en papamóvil blindado acompañado de guardias de seguridad. El mundo se ha vuelto más peligroso.
Sin embargo, no debemos confundirnos con la realidad de hace 40 y más años por lo que se refiere a los presidentes mexicanos. Viajaban en descapotables y se asomaban al balcón de Palacio Nacional, pero "el pueblo" que los aplaudía eran trabajadores llevados bajo cuerda (acarreados) por sus dirigentes sindicales. En otros términos, el pueblo no agredía a los gobernantes, pero tampoco los aplaudía espontáneamente. La legitimidad popular, pues, estaba en entredicho, era cuestionada y, en el caso del México de entonces, cuando el PRI ganaba de todas todas, se aceptaba al gobernante no por su carácter democrático, pero sí porque había estabilidad económica y crecimiento anual de 6 por ciento con una tasa de desempleo mucho menor que la actual. No se gobernaba para las masas, pero éstas no sufrían tanto como ahora los estragos de la pobreza, del desamparo y de la altísima concentración de capital que vivimos en la actualidad. Había ricos y millonarios, sí, pero nuestros hombres de negocios no salían en la lista de Forbes o revistas parecidas.
Ahora se dice que aquellos gobernantes eran "populistas", y algo hay de cierto, pero lo que no se dice es que no le temían al pueblo (no como ahora). Y éste es un dato significativo en el que poco se repara, a pesar de su importancia. Los recientes gobernantes, tanto del PRI como del PAN (desde López Portillo hasta Calderón), sólo salían y salen a la calle en medio de burbujas de protección, y a los gobernados los recibían y los reciben (cada vez menos) en sus oficinas en Los Pinos, después de pasar por una serie de medidas de seguridad inimaginables para el ciudadano común. Es más, en los últimos años los gobernantes ya ni siquiera se arriesgan a reunirse con los trabajadores de las grandes centrales sindicales, los mismos que antes, aunque fueran acarreados, les tiraban papel picado y les movían banderitas a su paso. Vaya, ni el primero de mayo salen al balcón central de Palacio Nacional; prefieren reunirse (en Los Pinos, obviamente) con los líderes charros que enfrentar el descontento del pueblo. Han perdido legitimidad incluso entre los trabajadores controlados por sus dirigentes, en su mayoría tan autoritarios como sus antecesores de los tiempos del priísmo gobernante y corporativo.
El problema real no es que los índices de peligro hayan subido en México y en casi todos los países del mundo. Si fuera así no habría nadie caminando por las calles. Sabemos, quienes hemos vivido más de 50 años, que desde mediados de los años 80 es riesgoso salir a la calle o comer en un restaurante, sobre todo de noche, pero no nos encerramos en casa; y también sabemos que esto no ocurría antes, cuando éramos jóvenes. En aquel entonces los peligros eran que nos robaran la cartera (sutilmente, por cierto) o que nos viéramos envueltos en alguna riña callejera o de cantina. No más. Ahora hay más riesgos, pero igual tenemos que ir a trabajar o a casa de los amigos o a un bar o restaurante, o al cine o a un concierto. No. Este no es el problema más grave. El problema es que los gobernantes y los políticos que saben que carecen de legitimidad y de aceptación popular se sienten en peligro. ¿De los asaltantes, secuestradores o drogadictos desesperados? No, del pueblo. ¿Por qué?
Si fueran legítimos, si fueran aceptados por el pueblo, si no le debieran nada a éste, si tuvieran la conciencia tranquila del deber cotidiano cumplido, si estuvieran haciendo lo que tienen que hacer para favorecer al pueblo, no deberían de tener miedo. ¿Por qué Andrés Manuel López Obrador camina en la calle tranquilamente? ¿Por qué en su camino al templete en el Zócalo de la ciudad de México saluda incluso de mano a la gente que le queda cerca? ¿Y por qué, al mismo tiempo, Felipe Calderón tiene que celebrar "su victoria" en privado (sin pueblo), con mariachis previamente investigados y protegido por soldados y policías?
Las anteriores preguntas no son formuladas con ganas de molestar a nadie. Lo que me interesa es invitar a los críticos de López Obrador a que reflexionen sobre estas diferencias. Y me dirijo tanto a los críticos de derecha como a los que se dicen o se creen de izquierda. Es decir a todos.
Alguien diría que si agreden a Calderón o lo matan habría una enorme crisis política y el país entraría en el caos. Esto no es cierto y no tiene fundamento alguno. La Constitución tiene previsto esto y más. No pasaría nada. A lo más un velorio, altamente vigilado, en algún lugar privado y de aceptación elitista (y no por cierto en los velatorios del ISSSTE). Y otra cosa: podemos estar absolutamente seguros de que el pueblo, compuesto por esas masas que tanto teme Calderón, no le haría nada. Ese temido pueblo no se dedica a matar presidentes ni políticos por impopulares que sean. Los abuchea, es verdad, pero no los mata.
El pueblo no es peligroso. Los peligrosos son los políticos que están en contra del pueblo, los guaruras que los protegen (militares o policiacos), los maleantes, los policías o ex policías que se dedican a secuestrar gente, los sicarios de los narcotraficantes, los fanáticos religiosos y de pro vida, y algunos más, pero no el pueblo.
Todos sabemos que no todo el pueblo está con López Obrador ni todo en contra de Calderón, pero también sabemos que el primero no le teme y el segundo sí. ¿Por qué? Porque el primero es legítimo, aunque no sea presidente, en tanto que el segundo es ilegítimo, aunque sea presidente. Así de sencillo.