El idiota en Mérida
En Mérida hace un calor infernal, frase trillada, pero en Mérida hace un calor infernal. No encuentro otro adjetivo para este calor húmedo, sudado, impertinente. La ciudad es blanca; me retracto: sólo el centro de la ciudad es blanco, aunque las iglesias sean de piedra color hueso, tranquilas, sobrias, los únicos objetos –mejor sería decir inmuebles– que soportan el calor, “el índice de mortalidad es por derretimiento y por evaporación”, concluye mi hija tranquilamente, aunque también ella sea sensible a las extremas temperaturas, a pesar de haber vivido aquí desde hace ya muchos años y de que sus hijos hayan visto la luz en esta región del Mayab, tierra a la que llegó desesperado y desnudo Alonso Ramírez, cuyos infortunios relatara en el siglo XVII don Carlos de Sigüenza y Góngora.
Además de ser conocida como la ciudad blanca, Mérida es una urbe que se parece cada vez más a una ciudad estadunidense, los camiones pasan casi todos por el centro antes de dirigirse a su destino, como los aviones de Federal Express parten o regresan siempre del o al mismo sitio, situado en el centro imposible del vasto territorio estadunidense; aquí, las numerosas colonias suburbanas, aureoladas todas por sus grandes plazas comerciales –a las cuales pronto se agregarán otras cuatro–, inmensas plazas, patrocinadas por compañías estadunidenses: instalan sus franquicias de comida, salas de cine, ropa, collares, zapatos, celulares, ropas de lino, piedras semipreciosas y quizá también un Palacio de Hierro, porque aquí sólo existe Liverpool y nadie es totalmente Palacio; como en la ciudad de México, aquí también quebró Carrefour, sustituido ahora por Chedraui, la casta beduina de Veracruz.
Si se tiene suerte, en Mérida es posible escuchar todavía las desangeladas voces de los troveros cantando canciones de Guty Cárdenas en las plazas del centro o en los antiguos restoranes dónde aún se comen tacos de cochinita pibil, papadzules, poc chuk, sopa de lima o panuchos. También algunas viejas plazas ostentan esos sillones de concreto pintados de blanco –los vis à vis o tú y yo– donde los enamorados –ya obsoletos– solían verse tiernamente a los ojos para declararse mutuamente su amor. Varias tiendas albergadas en mansiones antiguas –alguna vez muy bellas–, ostentan en los balcones viejos sarapes descoloridos, indicios de una época mejor en que las artesanías no competían entre sí de manera tan abyecta. Se redime esta sensación cuando se visita la Casa de las Artesanías.
Aunque Mérida se haya visto invadida por muchos chilangos que la conquistan y quizá hasta la cambien, nadie puede hacer nada contra el calor. Me conformo sin embargo y en mis horas libres, cuando no caigo adormilada por el excesivo oxígeno y las altas temperaturas, leo de nuevo –por vigésima cuarta vez– El príncipe idiota, de Dostoievski. Me encanta y no tengo empacho en confesarlo, no participo tampoco del viejo debate replanteado por Steiner: Tolstoi o Dostoievski; sin ambages me inclino por el último: me encanta el melodrama; el triángulo amoroso –o mejor, el cuarteto amoroso–, me sigue produciendo el mismo estremecimiento escandaloso que me producía en mi más tierna adolescencia; y aunque suelan cansarme las eternas discusiones sobre la vieja Rusia o el constante pulular de personajes mediocres –Lebedev, Gania Ivolguin, Keller, Ferdichenko–, quienes admiran, odian y conspiran para perder a los seres extraordinarios– Nastasia Filipovna, Aglaya Epanchina, Parfione Rogodzin, Lev Niñolaitch Mishkin–, entiendo de inmediato que sin ellos, sin los seres ordinarios, los mediocres –“la inmensa mayoría de la sociedad”, afrma Dostoievski– sería imposible entender la grandeza de los elegidos.
“La idea esencial de esta novela –escribió Dostoievski a su sobrina el 15 de enero de 1868– es la de representar a un hombre absolutamente perfecto, excelente (…) Todos los escritores que han tratado de representar lo bello absoluto han fracasado (...) Sólo existe un ser absolutamente bello: Cristo. Lo bello es el ideal y el nuestro o el de la Europa civilizada, está muy lejos de haberse cristalizado. Y agregaré solamente esto, de todas las bellas figuras de la literatura, la más acabada es la de Don Quijote. Pero don Quijote es bello sólo porque también es ridículo.”
Y ridículo es y será siempre El idiota, el maravilloso, único y melodramático príncipe Mishkin. Reconocerlo es para mí como un soplo de aire perfectamente acondicionado.