Usted está aquí: lunes 9 de julio de 2007 Opinión A la altura del hombro

HERMANN BELLINGHAUSEN

A la altura del hombro

Al herido no lo conocía, pero supo quién era. Y se sorprendió de encontrarlo en ésas. A su edad, Freitas no debía sorprenderse ya de nada, pero en eso sigue siendo un niño y todo le parece primera vez. Se reprocha con furia esa como ingenuidad tardía que a veces teme que sea más bien falta de atención, sordera, desmemoria selectiva. Aprender a vivir en soledad cuesta más que aprender a vivir con alguien. Luego que las soledades del doctor Freitas se esfuerzan en existir sin cierto alguien, estoicamente. El tiempo pasa y nomás no aprende, pero nadie más lo sabe.

La ventaja de una profesión tan absorbente como la suya es que lo distrae y le da otros motivos plausibles para irla llevando. Hay también intensidad. Las historias de los pacientes a veces lo dejan sin dormir, o le dictan sueños inquietantes e inconclusos. Ya que no le fue dado el amor analgésico, distrae su desposesión combatiendo el dolor en otros.

Habían comenzado los años del gran desorden. Lo que llamábamos Estado se había convertido en un campo de batalla entre distintas pandillas y redes de complicidad que alcanzaban hasta el fondo de la Iglesia católica, las policías, los baronatos financieros, el sistema de salud, los sindicatos oficiales. Ante la inepta autodestrucción del gobierno, la gente aprendió a defenderse y no dejarse en un mundo de violencia programada donde la gente común es la víctima.

Freitas identificó en el herido al conocido catedrático universitario, intelectual y científico cuyo nombre omitió recordar. Le dio trato de “profesor” y éste como tal se dio por aludido en adelante.

–¿Ha tomado algún antibiótico, profesor? –comenzó el médico, quitando cabestrillo, vendajes y apósitos bajo los chorros de suero y benjuí que derramaban las diestras manos de Regina. Ella fue la que respondió:

–Apenas ayer conseguimos clindamicina. Pero lo hemos limpiado bien recio.

Era evidente que el profesor sentía dolor, pero lo disimulaba con un increíble rostro de piedra. Freitas conocía esa especie de personas para quienes el dolor físico no es lo más importante. Le llevó un buen rato extraer las esquirlas de un proyectil de fragmentación, se supone que ilegal en los cuerpos policiacos que lo emplearon contra el profesor y sus compañeros. El hombro era un agujero en carne viva. Acomodó la clavícula fracturada lo mejor que pudo, allí donde sus anestésicos apenas surtían efecto. El profesor sudaba, a ratos jadeaba, pero fuera de esporádicos gemidos en sordina, no dio muestras de tener despiertos los nervios. Lo más admirable era su silencio. En todo ese tiempo el profesor no pronunció una sola palabra.

Otra sorpresa: Regina resultó excelente enfermera. Como que a eso se dedicaba hacía años. El machismo mental del solterón Freitas no dejaba de verla como trabajadora sexual, cuando él que sabía de la vida de Regina y sus vueltas desde cuando dejó de verla y tanto él como ella tenían la mitad de su edad actual.

Concluido el procedimiento quirúrgico, el médico sacó del maletín frascos y cajitas con antinflamatorios, calmantes, antibióticos y los entregó a la enfermera dictando indicaciones también dirigidas al herido, que asentía cansado, indiferente.

Contra lo que supuso al principio, la conversación con Regina fue escueta, impersonal, en código clínico. Horas después, cuando ya iba rumbo a la puerta, Freitas oyó a su espalda la voz grave del profesor en un escueto “gracias, doctor” que lo hizo detenerse, voltear, sonreir nerviosamente sin sentirse merecedor de nada y tocarse la sien con el índice derecho a manera de despedida y reconocimiento.

El regreso fue igual que la ida, aunque dieron menos vueltas. Ojos vendados, doblado sobre sí en el asiento trasero, esta vez entre dos jóvenes poco comunicativos. Pero cordiales, le parecieron. El conductor era el mismo, no carro ni copiloto, quien resultó copilota, una de las muchachas que le sirvieron chocolate y bizcochos horas atrás.

Cuando desanudaron el pañuelo negro que le velaba los ojos, más áspero que la mascada de Regina, estaba oscuro y transitaban calles conocidas. Pasaron despacio frente a los judiciales que no estaban deteniendo vehículos, nada más echándoles un vistazo. Algo inusual a esas horas.

Tres cuadras antes de su casa sus acompañantes lo bajaron del carro azul cobalto. Todos le dieron la mano, amables y agradecidos, menos el chofer que mantuvo su esfinge en el volante, pero mirando al frente alcanzó a justificar, inecesariamente:

–Dispense que lo dejemos así doctor. Nos debemos apurar para dejar la ciudad antes del toque de queda.

La llovizna del “norte” le caló los huesos a Freitas. El viento lo incomodaba. En sentido opuesto a su casa se dirigió al bar de Lencho. Merecía pocas cosas en la vida, pero sí un trago. Al diablo con la queda.

 
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