La México, peor que nunca: novillos, juez y empresario, de desecho
Cornada y vuelta al ruedo a Montes en su debut; Saldívar y Procuna, inéditos
Renunció Chilolín y se llevó su fotocopiadora y su cuadra de caballos de pica
Ampliar la imagen Carlos Montes al momento de ser cogido por Colmenero durante la segunda corrida de la temporada novilleril en la Plaza México Foto: Jesús Villaseca
Cuando un aficionado de sombra le arrojó una bota de vino para que se refrescara después de matar a su segundo enemigo de la tarde, el novillero Carlos Montes, que daba la vuelta al ruedo, la devolvió diciendo: “Gracias, pero ahorita me van a operar”. Triunfador indiscutible de la segunda novillada de la temporada veraniega en la México, el muchacho traía una cornada de 20 centímetros en el muslo derecho.
Los paramédicos le habían colocado una apretada y gruesa franja de vendaje entre la ingle y la rodilla, para contener la hemorragia que le había causado, al empitonarlo, el asta izquierda de Colmenero, un manso de la ganadería de El Grullo, que instantes atrás lo había prendido en la cara interna del muslo izquierdo sin desgarrarle la piel, pero sí la ropa.
Nacido en Aguascalientes hace 20 años, hijo del ex matador José Manuel Montes, con apenas un año en la guerra, Carlos Manuel Montes Reyes había despertado hondos olés de admiración y gusto al lancear de capa al primero de su lote, y segundo de la tarde, Borrachito, un bicho con aspecto de vaca de tienta, ante el cual reveló que si algo posee en la vida es el don del temple. ¡Vaya cómo lo embarcó en una verónica en cámara lenta para rematarlo con una revolera no menos suave y justa!
Prácticamente sin experiencia, culminó la lidia de ese rumiante con pases de muleta por ambas manos y mató bien y rápido para retirarse a las tablas en silencio. Pero ante su segundo, quinto de la tarde, Colmenero de nombre, que era una rata descastada y sin trapío igual que sus hermanos, volvió a derrochar el don del temple con el capote y a prodigarlo con la muleta, citando con la franela en la izquierda y tirando del cuadrúpedo y aguantándolo mucho, hasta que éste empezó a desarrollar sentido por el derecho, lo alcanzó con el diamante del cuerno y lo echó para arriba sin aventarlo porque el muchacho está pasado de peso y al ser gordo se hundió él solo, por la fuerza de la gravedad, en la herramienta del morito.
De todos modos, luego de recibir una dolorosa herida en la pierna derecha sin ocultar el sufrimiento que ésta le causaba, se repuso, cogió la toledana, señaló un pinchazo arriba y al segundo intento mató de estocada completa pero delanterilla para ser premiado con la vuelta al ruedo antes de retirararse a la enfermería y salir en ambulancia rumbo al hospital.
De los otros dos alternantes, el mexicano Arturo Saldívar y el colombiano Luis Miguel Silva Rodríguez, que tiene el atrevimiento de actuar con el seudónimo de Procuna, poco hay que decir. Saldívar cortó una orejita el domingo anterior y fue repetido ante un lote de verdaderos ratoncitos de laboratorio, sin cuerpo ni cuernos, sin bravura, sin energía y sin aliento. Cuando porfiaba ante su segundo un espectador le gritó: “La cabeza de un toro en la pared de (el restaurante) El Taquito es más peligrosa que esa mierda; no te hagas loco y mátalo que está muerto”.
A su vez, el audaz colombiano Procuna recibió a sus dos novillos de rodillas a la izquierda de la puerta de toriles para que éstos al salir pasaran junto a él galopando del lado derecho, cosa que para su fortuna ocurrió así porque si no, no estaría leyendo estas líneas. Luego de no decir nada a nadie con su primero, se sacó del sombrero al único bravo y noble de la tarde, que era el sexto, al que le cuajó algunos buenos naturales en redondo pero sin emocionar ni a su apoderado.
Con cambios administrativos en la empresa dizque “renovadora” de la fiesta en el embudo de Mixcoac, donde José Antonio González Chilolín fue despedido por órdenes de Rafael Herrerías y se llevó su fotocopiadora y su cuadra de caballos de pica, el ex matador Víctor Curro Leal, o Chilolinski, quedó al frente del coso y se estrenó consiguiendo un encierro de seis becerros infames.
Por su parte, Julio Ponte, el nuevo jefe de callejón, nunca supo en qué orden iban a torear los muchachos y escribió las tarjetas del sorteo en perfecto desorden, mientras el juez, Ricardo Balderas, a sus 86 años, se durmió varias veces durante la lidia olvidando cambiar los tercios o atender a los matadores que le pedían permisos.
En síntesis, con ganado de desecho, juez de desecho y empresario de desecho, la México está convertida en una plaza de desecho que cumple la única y exclusiva función de perder dinero para que el hampa que la maneja deduzca impuestos de sus negocios lícitos.
Por eso a la función de ayer no asistieron ni siquiera 300 espectadores. ¿Qué esperaban? Pues claro: eso precisamente.