Usted está aquí: lunes 9 de julio de 2007 Opinión Pakistán: ocaso del régimen

Editorial

Pakistán: ocaso del régimen

La opinión pública internacional asiste, casi sin inmutarse, al desarrollo de una masacre en Islamabad, la capital de Pakistán. Un grupo armado de integristas islámicos se mantiene, desde hace una semana, en el conjunto de edificios conocido como Mezquita Roja (Lal Masjid), situado en una zona comercial próxima a los barrios diplomático y gubernamental. El cerco militar montado en torno al sitio y los combates entre rebeldes y efectivos gubernamentales, que han cobrado ya decenas de vidas (el gobierno cuenta 19, pero los opositores hablan de más de 300), han paralizado además a la ciudad, en la que el régimen de Pervez Musharraf ha decretado el toque de queda. En el recinto religioso se encuentran centenares de mujeres y niños, y no es claro si es por voluntad propia o porque han sido tomados de rehenes.

Esta circunstancia dramática no ocurre de manera aislada, sino en el contexto de la aguda crisis por la que atraviesa el régimen de Pervez Musharraf, enfrentado tanto a la jihad (guerra santa) que le fue declarada a principios de este año por un consejo de ulemas radicales como a la oposición democrática y secular, al Poder Judicial y a los medios informativos. A mediados de mayo pasado grupos paramilitares leales al dictador asesinaron a 42 personas que protestaban contra el régimen en Karachi, situada al sur y principal centro comercial del país. Tres semanas más tarde el gremio periodístico, con manifestaciones realizadas en las principales ciudades del país, manifestó su repudio al gobierno por los decretos que legalizan la clausura de los medios que transmitan información "inadecuada". Tal medida fue adoptada en el marco de la confrontación entre Musharraf y el destituido presidente del Tribunal Supremo, Iftikhar Chaudhry, quien se había caracterizado por su defensa de los derechos humanos y su independencia frente al régimen.

Para poner las cosas en contexto, cabe recordar que el dictador paquistaní tendría todos los elementos para figurar en el eje del mal definido por Washington: es un militar golpista, antidemocrático y violador sistemático de los derechos humanos; ha apoyado y financiado a grupos terroristas islámicos particularmente sanguinarios, en el marco de la confrontación indo-paquistaní por Cachemira, y ha desarrollado, más allá de toda duda, armas de destrucción masiva: Musharraf convirtió a Pakistán en potencia atómica sin que Estados Unidos y Europa occidental movieran un dedo y sin que la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA) lograra salir del pasmo. Pero el tirano de Pakistán no está incluido en la lista mencionada porque ha sido, hasta ahora, un aliado imprescindible para Washington. Fue amigo del talibán hasta el 11 de septiembre de 2001. Es muy probable que siguiera siéndolo a hurtadillas, a juzgar por la facilidad y la libertad con la que los fundamentalistas afganos se movieron por territorio paquistaní tras la invasión de Afganistán por las tropas estadunidenses. Al parecer, durante los seis años transcurridos desde entonces, Musharraf mantuvo delicados equilibrios que le permitían quedar bien con Dios y con el Diablo, por así decirlo: toleraba la presencia de los combatientes afganos y, al mismo tiempo, autorizaba a Washington para que los bombardeara de vez en cuando. Según los datos disponibles, este precario estado de cosas ha llegado a su fin y Pakistán puede estarse volviendo un nuevo foco de crisis en una región de por sí convulsionada y violenta.

Por más que para las pragmáticas diplomacias de Occidente lo que menos importe en esta hora sean las vidas que están en inminente riesgo en la Mezquita Roja de Islamabad, es dable exigir que la comunidad internacional presione al régimen de Musharraf para que entable negociaciones con los rebeldes y se evite un baño de sangre, no sólo por consideraciones humanitarias elementales, sino porque un asalto a sangre y fuego del templo, lejos de enviar una señal de fuerza a los enemigos del dictador, podría ser interpretado como un signo de extremada debilidad y desatar el principio del fin del régimen.

Ahora bien: por impresentable que sea Musharraf, la desestabilización súbita de Pakistán no es conveniente para nadie, así sea porque una de las posibilidades en tal escenario sería la pérdida de control de las armas nucleares que posee el régimen de ese país. Seguramente a Washington y a los gobiernos europeos no les haría ninguna gracia la perspectiva de organizaciones fundamentalistas o de un gobierno talibán en poder de bombas atómicas. Y sin embargo, ellos mismos han creado las condiciones para que esa posibilidad no pueda descartarse. Tal vez quede un curso de acción: convencer a Musharraf de que ha llegado la hora de la jubilación e impulsar una transición ordenada a la democracia en el país centroasiático.

 
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