Lisitsa, los rusos y Liszt
Después del paso (sin pena ni gloria) del Festival En Blanco y Negro del Centro Nacional de las Artes, que a diferencia de algunas de sus versiones anteriores transcurrió prácticamente desapercibido, el piano encontró una buena dosis de calor para resarcirse de ese gélido ambiente, en el recital ofrecido el jueves pasado en la Sala Nezahualcóyotl por la pianista ucraniana Valentina Lisitsa. En papel, su programa lucía no sólo muy atractivo, sino también muy exigente y retador.
Una primera parte de música rusa, y una segunda conformada por obras de Liszt (originales, glosas y transcripciones), eran como para tentar a cualquier diletante del piano. Ceder a esa tentación trajo para los asistentes numerosas recompensas sonoras y la confirmación de que Valentina Lisitsa es una pianista muy sólida.
La pianista trabajó refinadamente el rango expresivo de la Segunda sonata de Scriabin, explorando hábilmente un registro emocional que va de lo mórbido a lo decadente, con una dosis justa y atractiva de rubato, así como ricos y variados colores. Acaso, cierto exceso de resonancia (pedal) en algunos pasajes, pero una muy buena exploración del pianismo que Scriabin heredó de sus antecesores inmediatos. Mediante las cinco piezas de Rajmaninov que abordó después, Lisitsa realizó un amplio y bien calibrado trayecto que fue desde el perfil feroz y oscuro del Etude-Tableau Op. 39 No. 6 hasta los discretos españolismos del Preludio Op. 32 No. 12, pasando por las iridiscencias del Preludio Op. 32 No. 5, el lirismo profundo del Preludio Op. 23 No. 5 y la potencia bien regulada y matizada del Preludio Op. 32 No. 10. La pianista ucraniana demostró asimismo gran concentración en el desarrollo rítmico del Preludio Op. 32 No. 12, fraseando y acentuando siempre al servicio de la línea y de la forma.
La novedad bienvenida en este recital de piano fue la inclusión de la barcarola de Mykola Lysenko, una pieza que sin caer nunca en lo superficial tiene mucho de delicado y transparente, y que en manos de Lisitsa se convirtió en una pieza de mayor alcance que el que suelen tener las barcarolas más convencionales. La primera parte del programa concluyó con la diabólica pieza Islamey, de Balakirev, cuya legendaria complejidad la ha convertido en el ''coco" de numerosos pianistas. Tal dificultad está no sólo en los dedos, sino también en una propuesta armónica que trasciende por mucho el espíritu nacionalista que anima otras partituras de Balakirev, y que fue explorada con soltura por Valentina Lisitsa, quien logró conservar el flujo de la armonía en medio de una pasmosa profusión de pasajes virtuosísticos.
Con el inicio de la segunda parte del recital, fue posible hacer esta consideración: cualquier pianista que incluye en el mismo programa el Islamey, de Balakirev, y la Totentanz, de Liszt, y que toca ambas obras a este sólido nivel, es ciertamente una temeraria aventurera y, a la vez, una ejecutante de ligas mayores. Y si el recital tiene lugar la misma semana que la intérprete prepara y ejecuta dos veces el monumental Segundo concierto de Brahms, el asunto se torna aún mucho más serio.
Valentina Lisitsa se enfrentó a la Totentanz (que bien pudiera ser designada como ''Variaciones febriles sobre el Dies irae") con una doble línea de conducta, por momentos espectacular, por momentos apocalíptica. No es difícil suponer que esta aproximación a su pieza no hubiera disgustado para nada a ese showman romántico y exhibicionista que fue Franz Liszt.
Para el resto del programa, la pianista ucraniana abordó diversas piezas de Liszt basadas, respectivamente, en Wagner, Chaikovski y Mozart, y una pieza original, el famoso Sueño de amor No. 3. En esta pieza, particularmente, Lisitsa demostró que una lectura inteligente de un caballito de batalla bien puede quitarle el estigma de lugar común y ofrecer al oyente destellos de nueva luz para iluminar una partitura que parecería no tener secreto alguno. Si fuera preciso destacar una sola (entre muchas) de las virtudes de este recital de Valentina Lisitsa, me inclinaría por admirar su capacidad para generar una variedad asombrosa de colores y matices. Esta cualidad fue reiterada en su ejecución (fuera de programa), refinadamente variada, de las Escenas infantiles de Schumann, y quedó reforzada, de nuevo, un par de días más tarde, cuando la pianista ejecutó, después del Segundo concierto de Brahms con la Sinfónica de Minería, una versión evocativa, casi dolorosa, de la Ständchen de Schubert.