DESARROLLO SOCIAL
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Pobreza global: ¿ya estamos cerca?
Hacer que la pobreza sea cosa del pasado es un lema atractivo. Reducirla a la mitad para 2015 es, por el contrario, un compromiso evaluable. Esta es la lógica detrás de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), una gran cantidad de objetivos en la lucha contra la pobreza global, la enfermedad y el analfabetismo, establecidos por los jefes de Estado en una asamblea de Naciones Unidas en 2000.
Los objetivos pretenden convertir los lemas de campaña en promesas garantizadas, con número y fecha. El mundo, por ejemplo, ha resuelto reducir la tasa de mortalidad materna en tres cuartas partes, de 1990 a 2015. El porcentaje de personas sin un abasto seguro de agua descenderá a la mitad; la mortalidad infantil, una tercera parte. Diligente para marcar una fecha simbólica en el calendario, Naciones Unidas declaró el 7 de julio (7/7/07) como la mitad del camino oficial hacia las metas de 2015.
La cumbre de 2000 tuvo un poder de convocatoria sin precedente, al atraer más peces gordos que nunca (hasta los evasivos coreanos del norte trataron de unirse a ella, aunque se retiraron enojados luego de un registro poco diplomático en el aeropuerto). Pero muchos de los objetivos eran como un viejo sombrero reciclado para el segundo o tercer uso. Se suponía que los años ochentas traerían agua y salubridad, y los noventas "educación para todos". ¿Habría alguien, entonces, que tomara en serio los Objetivos de Desarrollo del Milenio? ¿No caerían silenciosamente en el olvido como tantas otras locuras y fantasías del cambio de milenio?
De hecho, han permanecido sorprendentemente visibles, y se han convertido en una especie de escritura secular para la fraternidad de benefactores. La familia ONU, desde luego, los patrocina. Pero los objetivos también han atraído a los rivales de la organización al negocio de la ayuda. El mes pasado, el Banco Mundial invocó los objetivos cuando buscaba una aportación de 32 mil millones de dólares de sus miembros más ricos. Esta semana, Pascal Lamy, jefe de la Organización Mundial de Comercio, los invocó cuando pidió salvar la ronda de Doha de conversaciones globales sobre comercio. Incluso el Fondo Monetario Internacional, que reconoce una moneda no convertible cuando ve una, les guarda solemne respeto.
Por consiguiente, puede decirse con toda justicia que los Objetivos de Desarrollo del Milenio atraen atención sobre las tareas que, de otra manera, un gobierno podría descuidar. Después de todo, los ministros de los países pobres están muy ocupados: eludir rivales, derrotar insurrecciones, distribuirse el botín. Proteger a las madres de la eclampsia o a los niños de la diarrea no siempre convoca su atención total. Los objetivos aseguran cierto reconocimiento internacional a los políticos que logran avanzar en esas metas.
Es triste, sin embargo, que no puedan hacer lo que pretenden, es decir, proporcionar puntos de referencia contra los cuales se pueda juzgar a los gobiernos. Establecidos para el mundo en su conjunto, los objetivos numéricos no se refieren a ningún país en particular. China casi había logrado el objetivo de reducir la pobreza a la mitad de sus niveles de los años noventas cuando el objetivo se fijó, una década después. Africa subsahariana, por el contrario, no alcanzará ninguno de los objetivos, aun cuando su economía esté creciendo más rápido de lo que ha crecido en una generación y sus niños ingresen a la escuela más rápido que en cualquier otra región.
Algunos objetivos no se pueden cumplir, otros aún no se pueden medir. Los países pobres no tienen estadísticas confiables sobre muertes por malaria o parto, aunque los objetivos ayuden a despertar interés en generar mejores cifras. Y a veces lo que se mide (el número de niños matriculados en la escuela) no es lo que cuenta (el número de quienes aprenden algo).
Se supone que los objetivos son responsabilidad de todos, lo que significa que no son de nadie. Los países pobres pueden culpar a los ricos de no procurar el dinero suficiente; los gobiernos ricos pueden acusar los pobres de no hacer suficientes méritos para ganárselo.
Algunos fanáticos de los Objetivos de Desarrollo de Milenio piensan que la responsabilidad de alcanzarlos es más clara. Calculan lo que se requiere para lograrlos; añaden los costos, y entonces exigen que los gobiernos ricos del mundo paguen la cuenta. Sólo la falta de generosidad separa a los países pobres de los objetivos para 2015, sostienen.
Pero el dinero extranjero no siempre produce resultados, y algunos resultados no requieren mucho dinero. Brasil es cuatro veces más rico que Sri Lanka, pero sus niños tienen el doble de probabilidades de morir antes de su quinto cumpleaños. Mejorar las condiciones sanitarias significa tanto romper hábitos como construir letrinas. Y aunque el dinero de los benefactores puede enviar un médico a la jungla, no puede hacer que asista a trabajar. El progreso social previsto en los objetivos para 2015 requiere de una vigilancia a escala nacional que sólo un gobierno local responsable, no un distante donador extranjero, puede mantener.
¿Pueden salvarse los Objetivos de Desarrollo del Milenio? Los investigadores del Centro del Desarrollo Global, grupo de expertos de Washington, sostienen que los donadores deberían comprometerse a hacer "pagos para el progreso", otorgando una suma fija de dinero a un país pobre sólo después que haya demostrado avances, auditados de manera independiente, hacia un objetivo. Los donadores, por ejemplo, podrían proporcionar 100 dólares por cada niño que termina la escuela primaria, o cuando el país pase una prueba de alfabetización que sobrepase con mucho las expectativas de 2000. Los pagos proporcionarían mayores incentivos, así como recursos suplementarios. Ningún país en vías de desarrollo podría quejarse de que el dinero no está sobre la mesa, y ningún donador podría reclamar que no ve los resultados.
La fiesta del milenio aseguró el acuerdo global sobre los temas importantes. Eso es algo. Pero los países empobrecidos tienen que comenzar desde donde están, no desde donde los participantes de la cumbre desearían que estuvieran. El dinero del exterior no puede cerrar la brecha, y los guardianes de los Objetivos de Desarrollo del Milenio no deberían pretenderlo de otra manera. La falta de dinero extranjero no debería impedir que los países avancen poco a poco para salir de la pobreza por su propio esfuerzo, que es el único camino que han tenido las naciones para lograrlo. Para hacer que la pobreza sea historia, se tiene que entender cómo se hace la historia.
FUENTE: EIU
Traducción de texto: Jorge Anaya