La destrucción del templo de la Asunción en Santa María Acapulco
Santa María Acapulco es una pequeña comunidad de menos de 10 mil habitantes, situada en la Sierra Gorda de San Luis Potosí; para llegar allí, hay que pasar por valles abruptos, subir grandes extensiones de sierra cubiertas con cactáceas y bajar una cañada por donde pasa un río. Cabecera indígena de 22 poblaciones pames (o xi’ói), vive en extrema pobreza, carece de agua potable y apenas 20 por ciento de la comunidad tiene electricidad; hay una escuela primaria en cada localidad, un teléfono, unas cuantas telesecundarias y una preparatoria.
El pueblo vive del campo y de la emigración, como otras comunidades del país (muchos de los emigrantes hablan ahora solamente pame e inglés, curiosa paradoja). Conservan una producción artesanal de petate y cestas que tejen de palma, material que utilizaban para el techo de sus hogares y también cubría el de la iglesia –renovado ritualmente cada ocho años– y protegía el maravilloso artesonado no mudéjar, elaborado en el siglo XVIII, calafateado con yeso y profusamente decorado, destruido junto con gran parte de la iglesia el pasado primero de julio por una tormenta eléctrica, así como varias piezas de manufactura popular con características singulares, conservadas durante siglos gracias a la marginación a la que se ha sometido a esta población.
Entre otras piezas, se destruyeron el retablo principal de la Virgen de la Asunción (con estípites y cortaduras de plata); el retablo de San José, con maravillosas esculturas y lienzos, y el retablo de la Guadalupana, con un óleo de la Virgen y sus cuatro apariciones a Juan Diego, objetos de culto, una corona para la danza tradicional de la Malinche, un bellísimo púlpito decorado con pinturas, sillas, bancas, atriles y puertas.
La fundación del templo data de 1612, pero la construcción franciscana fue levantada a finales del siglo XVII y todos los bienes inmuebles, algunos ya perdidos, eran del siglo XVIII, así como algunas de las esculturas, alrededor de 12 –la mayoría ya restauradas–, que con peligro de su vida fueron rescatadas por los lugareños, y también un cráneo humano, reliquia regional, conocida como san Gregorio.
Este templo era objeto de un proyecto integral de restauración y conservación con fondos mixtos, planeado a 12 años por el Instituto Nacional de Antropología e Historia y el gobierno de San Luis Potosí: ya se habían realizado todas las intervenciones arquitectónicas que la iglesia necesitaba –de lo contrario ni siquiera el edificio hubiera quedado en pie–; se había levantado un inventario completo de los bienes del templo, efectuado por los propios habitantes de la comunidad y un registro fotográfico profesional, mediante el cual se tienen documentados todos los detalles técnicos, de manufactura y estilísticos de los objetos contenidos en el edificio.
Lo sucedido, producto de una catástrofe natural inevitable, se debe al tipo de materiales del techo y al medio ambiente predominante de la región, extremadamente seco. Los habitantes velaron su iglesia y durante siete días pusieron altares de desagravio. Para reconstruir la iglesia se intenta trabajar con las organizaciones de la comunidad para formar grupos responsables de la conservación del patrimonio y generar recursos comunitarios que puedan ser aprovechados por sus habitantes.
La gente del pueblo mantiene intactas sus tradiciones, siguiendo el sistema de gobernantes indígenas locales y mayordomías, y afortunadamente ha respondido con celeridad, generando un plan de trabajo de conservación e intervención que ya se lleva a cabo con restauradores y arquitectos.
Lo anterior permite advertir con claridad que no se trata simplemente de un patrimonio artístico sino de la riqueza simbólica más preciada de la comunidad y su mayor signo de identidad y orgullo. Restituir el templo a su condición anterior y preservarlo es tan importante como proteger las áreas arqueológicas más célebres y que, por su opulencia, son privilegiadas por el aparato oficial, por ejemplo Chichén Itzá, ciertamente sitio admirable, en peligro también por falta de medidas apropiadas para enfrentar al turismo, como ya sucede en Tulum.
Ahora que parecen agotados tanto el petróleo como las divisas de los emigrantes, se busca encontrar en otro recurso no renovable un paliativo para la pésima administración de nuestros recursos naturales y artísticos, a riesgo de consumirlos de la misma manera en que se han malversado tantas otras riquezas del país.