La revancha de la Guelaguetza
La Guelaguetza es una invención relativamente nueva, pero eso tal vez ya no importa. Tiene fecha de nacimiento (1932), gobernador a cargo (Francisco López Cortés), presidente de la República que apadrine (Abelardo Rodríguez, interino, en 1933), punto débil (nace de una idea racista: rendir “homenaje racial” a los oaxaqueños de abajo), y la coyuntura humanitaria del terremoto que en 1931 dañó gravemente a Oaxaca y la Federación le debió tender la mano. La Guelaguetza urbana, nacida de un terremoto, llega a sus 76 años sacudida por otro.
Lo importante hoy es que sirve para subrayar, una vez más, qué país más vergonzozo es éste, que permite la permanencia de un gobierno ilegítimo, delincuencial y violento como el de Ulises Ruiz Ortiz. La “disputa” por la Guelaguetza devino revuelta de lo simbólico en un terreno dolorosamente real y concreto.
Originada en las tradiciones festivas de los valles centrales del estado, mayoritariamente zapotecas, y expropiada por los misioneros españoles para superponer a la vírgen del Carmen, siempre ha sido una fiesta popular basada en el regalo y la cooperaración comunal. No en balde surge de la misma civilización que practica el tequio.
La leyenda del amor trágico entre la princesa zapoteca Donají (hija del señor de Zaachila, para entonces ya cristianizada) y el enemigo guerrero mixteco Nucano, sirvió a los misioneros para sellar la reducción de los pueblos zapotecos y mixtecos. Desde entonces, las danzas y la fiesta son sincréticas (como casi todo lo indígena que pervive). El hecho es que la Guelaguetza resulta el banquete mayor del poder político y empresarial de Oaxaca, escudado en la típica hipocresía del racismo criollo: usar al indio para lucirse el amo. Esa burguesía local conserva en el siglo XXI rasgos del XVII, en el peor sentido. Y luego que para entrar a la fiesta ahora se pasa por Ticket Master y/o American Express.
Al Estado posrevolucionario le sirvió para atraer a los ignotos mixes, los zapotecos del Istmo, los huaves, los mazatecos cerriles. Integración. Identidad. ¿Control? Hoy se le supone celebración de los 16 pueblos (que no “etnias”) de Oaxaca. Pero no para que se junten; solamente que se luzcan. A la vuelta de los años, la Guelaguetza se volvió la gran oferta turística de hoteles, restaurantes, agencias de viajes, tiendas de artesanías, joyerías, servicios. A los pueblos las propinas. Que bailen, folcloricen y se aguanten.
Al evolucionar de convite a espectáculo, la trasladaron al escenográfico cerro del Fortín y la fueron matando piedra sobre piedra. Ya con José Murat la perversión era total: los indios dejaban ofrendas a los pies del “señor” (guajolotes vivos, frutas, pan, flores) y las hijas de los amos podían lucirse bailando entre los indios. Ulises Ruiz nunca imaginó cuál sería la Guelaguetza de su destino: una crisis represiva (por segundo año consecutivo). Al paso que va, será su tumba política.
Asistimos a una nueva transformación de la Guelaguetza, que por lo demás persiste en muchos pueblos del altiplano oaxaqueño. Desde la APPO se le ve como una tradición a recuperar, cuando parecía olvidarse el sustrato profundo del movimiento social del estado (no sólo su capital). Una lucha que no empezó ayer, y que encontró ya sus modos de decir “¡basta!” en los pueblos.
Con el retorno del EPR a cartelera y las redituables teorías conspirativas para explicar el descontento en Oaxaca como “provocación” o “complot de grupos radicales”, la represión ha perdido pudor y límites, pues incluso el escándalo internacional parece “manejable”; ya no digamos los medios de comunicación.
Los capitalistas oaxaqueños están desesperados. Su botín turístico (vampirizar al indio) se resquebraja. “Nos quieren quitar la Guelaguetza”, chillan en el último hilillo de su discurso de “identidad oaxaqueña”, amenazado por el peladaje que de seguro viene de Plutón y merece “todo el peso de la ley”, no importa que quienes la aplican sean las entidades más ilegales de Oaxaca: Ejecutivo, Congreso, policías, jueces. (¿O quién va a responder por el “escarmiento” criminal a Emeterio Merino Cruz?).
Ahora hay una Guelaguetza popular a la que los administradores de la fiesta patronal (del patrón) dedican toda su furia represora, y sólo por reclamar su sitio. Es posible que Ruiz Ortiz sea el último “señor” de la Guelaguetza hechiza; no puede prescindir de cercos granaderiles y militarización de caminos para salir al baile: esa “fiesta” que con el trasfondo de una masa real de comunidades indígenas engalanadas y con plumas se esperaba que sirviera de pasarela a las niñas ricas, disfrazadas a su vez de indias, ante gobernadores que más parecen capos en su hacienda.
Quién iba a decir que esta celebración/espectáculo se convertiría en álgida reivindicación popular. Con toda su carga simbólica y mitificable, los Lunes del Cerro ya no serán lo que fueron. Resulta que la Guelaguetza muerde, y desnuda al poder que la creyó suya.