Usted está aquí: jueves 26 de julio de 2007 Opinión Crisis de credibilidad

Adolfo Sánchez Rebolledo

Crisis de credibilidad

La postura del gobierno mexicano ante las revelaciones de Zhenli Ye Gon es preocupante. No hay la más mínima coherencia. Habla para la galería mediática, pero el caso se le escapa de las manos. El último episodio, la aprehensión en Maryland del prófugo mexicano -que no chino, según deslindó un funcionario de aquel país-, demostró que las autoridades están dando palos de ciego, desconocen los planes de sus homólogos estadunidenses, tan complacientes y, al parecer, tan dispuestos a quedarse con la gloria y algo más. Detuvieron al prófugo, sí, pero desconociendo la solicitud mexicana, lo cual deja en la orilla el triunfalismo presidencial, las explicaciones amigables del procurador en televisión, los golpes de pecho del panismo moral, y devuelve el caso al pantanoso escenario en que se ha mantenido desde el comienzo.

Estamos ante una cuestión de credibilidad o, mejor dicho, de falta de confianza ciudadana en quienes por ley están para brindar seguridad. El trasfondo es la corrupción, la impunidad como advocación del poder. La pila de billetes verdes acumulada en la casa de Las Lomas adquiere toda su capacidad de representación simbólica cuando Ye Gon asegura que el dinero le fue entregado por políticos para la campaña electoral de Felipe Calderón.

A partir de esa declaración, por increíble que sea o le parezca a los involucrados, las cosas "adquieren sentido", de modo que la torpeza proverbial del secretario del Trabajo, el procurador de la República y el propio presidente Calderón, vienen a remachar la sospecha de que hay "algo" oscuro e inconfesable. El trasiego de las cuentas, la contratación de famosos abogados estadunidenses -en un inusitado sálvese quien pueda antinstitucional-, la promesa de cárcel dictada de viva voz por el mandatario, el peloteo de los foxistas para lavarle la cara al jefe y a sus amistades, pero sobre todo la absoluta falta de claridad para informar al público dan cuenta de una situación bochornosa que, en efecto, no deja ver la verdad del asunto.

En cierta forma, el escándalo al que llaman chinogate, con ese tufillo xenofóbico autocomplaciente, viene a ser la cumbre de la política gate, es decir, del intento casi logrado por convertir la escena pública en un basurero a cielo abierto donde nadie se salva.

La dimensión de la montaña de dólares guardada en un dormitorio contradice la astucia atribuida a los traficantes, pero en el imaginario colectivo esa misma imagen pantagruélica resulta compatible con cierta visión caricaturesca de la voracidad de los políticos. ¿No los hemos visto hasta la náusea llenar bolsas de dinero? ¿No han sido los amigos de Fox los primeros en trampear las elecciones invirtiendo cantidades espurias para ganar la Presidencia? ¿No somos testigos impotentes de cómo al paso de los sexenios se crean nuevas camadas de ricos ostentosos procedentes del "servicio público? ¿No es la palabra fraude una de las favoritas en nuestro diccionario de especialidades?

La verdad es que ha venido creciendo entre un amplio sector de la sociedad la convicción de que, parafraseando a Proudhom, toda política es un robo y, por tanto, todos los políticos son lo mismo. Pero, al revés de lo que desean los formuladores del lugar común, esta actitud no es puramente espontánea, pues de alguna manera es un derivado de la visión de la sociedad defendida por grupos integrantes de los llamados poderes fácticos, cuya relación con el Estado está condicionada a la defensa y promoción de sus propios intereses particulares.

En ese sentido, tal actitud forma parte de la ideología ahora dominante, mal que le pese al PAN democristiano, que ahora debe ponerse el saco que había cosido para otros. Recuérdese: con el afán de crear una cultura favorable a la iniciativa privada se satanizó la presencia del Estado (no sólo del estatismo) o se le condenó a servir de auxiliar en la promoción de un desarrollo fundado menos en la cooperación que en la competencia, en la creación de la riqueza individual que en el esfuerzo conjunto de la sociedad. Y por esa vía, la degradación de la política se convirtió en bandera inclusive de quienes pretendían refundarla sobre bases democráticas. Un aprendiz de brujo hizo campaña negándose como político y el presidente mismo se definió como empresario, aun cuando por su mesa debían pasar los grandes asuntos nacionales.

Una nueva retórica tomada de la sabiduría gerencial desplazó la necesidad de darle densidad, peso específico al conocimiento de la polis. Las encuestas, nuevos oráculos, hicieron innecesaria toda sensibilidad social y la mayúscula presencia de los medios demolió las pretensiones de dignificar la cosa pública. ¿Cuántas veces no vimos a Bejarano en la pantalla chica con la intención bien visible de pegarle a López Obrador, en nombre, claro, de la ética y la legalidad? Transformada en un espectáculo, la política devino una forma perversa del entretenimiento minoritario, la evocación despiadada de la superficialidad ideológica, la prueba cotidiana, fehaciente, de que "todos son iguales", que no hay diferencias de principios, sino ocasiones para mostrar el cobre.

La noción de partido, consagrada por la ley, se equiparó a la de pandilla, como si los obvios defectos de dichos organismos fueran en esencia incorregibles. La indiferencia creció sin remedio. A fuerza de repetirlo se hizo verdad convencional la idea de que la competencia por los puestos de representación es sólo y exclusivamente lucha por los cargos, es decir, la expresión de intereses egoístas repudiables incompatibles con la moral. Y con esas premisas vamos a la competencia más cerrada de la historia, cuyas consecuencias, en términos de credibilidad, han sido brutales: el presidente en turno intervino para inclinar la balanza a favor de "su candidato", igual que importantes empresarios, pero las instituciones decidieron no hacer nada, ahondando la crisis de confianza que ya venía de lejos.

La corrupción, cuando es utilizada sólo como un arma arrojadiza en la lucha por el poder degrada a la sociedad en su conjunto, pero la impunidad paraliza, irrita, desata furias, cuya potencia nadie puede medir. Es increíble, pues, que las autoridades, vale decir, el grupo que actualmente gobierna el país, insista en la lógica de hacer como que la crisis de credibilidad es irreal e inocua, sin atender a los signos de alerta surgidos un poco de todas partes. Veremos.

 
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