Editorial
Irak y la pasividad de la ONU
El primer ministro de Irak, Nuri Al Maliki, rechazó ayer las dimisiones de seis ministros pertenecientes al Frente del Consenso Iraquí (FCI), la principal fuerza política sunita en el Parlamento de ese país. Los ministros habían presentado su renuncia como una medida de presión en contra del premier, quien, según afirman, ha desatendido los reclamos de su grupo político por tener un mayor peso en las decisiones del gobierno, así como las protestas en torno a la fuerte influencia que las milicias chiítas ejercen sobre las fuerzas de seguridad de la nación. La respuesta del primer ministro iraquí ha sido fuertemente criticada por el líder del FCI, Adnan Al Dulaimi, quien asegura que Al Maliki "se empeña en ignorar las exigencias nacionales destinadas a rescatar el país del círculo de la violencia y de la política de la muerte", y que no obstante el rechazo del premier iraquí a las dimisiones de sus correligionarios, éstos no volverán a integrarse al gabinete del Ejecutivo. Sin duda, el hecho representa un duro golpe al gobierno de coalición en Irak, que ha padecido, desde su instauración, las pugnas entre los dos bloques principales, chiítas y sunitas, que ponen en evidencia la profunda división política y social en la población de ese país de Medio Oriente.
Por otra parte, el actual conflicto político en el Parlamento iraquí prefigura una situación mucho más grave: si las tropas de Estados Unidos se retiraran de Irak, en atención a las manifestaciones mundiales de repudio en contra de la ocupación que ahí mantienen, nada podría garantizar que la violencia y el derramamiento de sangre en ese país no alcancen proporciones mayores a las actuales.
No puede dejar de recordarse el carácter ilegítimo de la invasión estadunidense a Irak, que buscó justificarse con el falso argumento de que el gobierno de Saddam Hussein contaba con armas de destrucción masiva y con el pretendido afán de George W. Bush de "liberar" a los iraquíes y terminar con una sanguinaria dictadura. Sin embargo, a más de cuatro años de ocupación, el derramamiento de sangre, tanto en las filas invasoras como en la población civil, se acumula día tras día. De entonces a la fecha las milicias de Estados Unidos han asesinado a decenas de miles de civiles iraquíes -más de 600 mil entre 2003 y 2006, según un estudio de las universidades Johns Hopkins, de Baltimore, y al-Mustansiriya, de Bagdad- y la población da muestras de un descontento generalizado, que se traduce en anarquía y violencia.
Todo hace suponer que Estados Unidos pretende usar la caótica situación en las calles y dentro del gobierno iraquí para perpetuar la ocupación. Ante este panorama, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) debiera tomar cartas en el asunto. Resulta inaceptable que el organismo cuya función es procurar la paz, la convivencia y la seguridad internacionales, no adopte una postura más firme ante un conflicto que ha traído como consecuencia un mundo menos pacífico y seguro.
El conflicto iraquí requiere de una solución en la que la propia población del país sea la que tome las decisiones. En ese sentido, resulta inaceptable que la ocupación se mantenga, sobre todo por el espectáculo de muerte que las tropas invasoras provocan cotidianamente en Irak. Si Saddam Hussein fue juzgado culpable y ejecutado por la matanza de 100 mil kurdos entre 1987 y 1988, cabe preguntarse quién deberá ser juzgado por el asesinato de muchos más civiles iraquíes.
Es claro que la conflictiva situación en Irak no parará en tanto Estados Unidos permanezca en el país. La ONU y los países que la integran deben asumir una postura más activa al respecto si quieren que la ingobernabilidad, la violencia y el caos en esa nación cesen. De lo contrario, quedaría en entredicho la propia vigencia del organismo internacional.