Editorial
Irak: nuevos desastres para Bush
Conforme el presidente estadunidense, George W. Bush, se aferra a su designio de heredar a su sucesor una guerra sin futuro ni sentido, como lo es la de Irak, se multiplican las dificultades de Washington ya no se diga para una victoria –conclusión imposible de una agresión militar injusta, ilegal, criminal y pésimamente planificada–, sino al menos para lograr las condiciones propicias a una retirada honorable de ese destruido país árabe.
En la medida en que el Pentágono y la Casa Blanca han promovido la discordia y la polarización violenta entre las comunidades chiítas, sunitas y kurdas, Irak se encuentra envuelto en una guerra civil visible y evidente para todo mundo excepto para los estrategas de la Casa Blanca; dicha guerra ha impedido la consolidación del gobierno títere que preside Nuri Al Maliki: a las deserciones de los funcioniarios sunitas han seguido las de los chiítas, y en el gabinete sólo permanecen en funciones 17 de 40 ministros. Para una “autoridad” que no puede ejercerla en el territorio nacional, y ni siquiera en la totalidad de la capital, tal proporción no significa, por cierto, que haya 17 ministerios funcionando; de hecho, no funciona ninguno.
Por lo demás, los designios hostiles de Washington contra Teherán ponen en aprietos adicionales a Al Maliki, quien ha reconocido el papel positivo y estabilizador que desempeña la vecina República Islámica de Irán –al igual que ocurre con Siria, otro de los integrantes destacados del imaginario Eje del Mal definido por la Casa Blanca– en la catástrofe iraquí.
Con este telón de fondo, las tropas invasoras descubren que su enemigo principal ha dejado de ser el conjunto de las organizaciones que operan en territorio predominantemente sunita, y que ahora es de tierras sunitas, incluidos barrios enteros de Bagdad, de donde proceden las principales amenazas a la ocupación. Y tras varios años de devastar pueblos y poblaciones del llamado triángulo sunita como Fallujah, Ramadi y Tikrit, el mando extranjero se lanza a bombardear los bastiones chiítas en la capital del país, matando al parejo a combatientes y a civiles, como ha ocurrido en días recientes en Ciudad Sadr.
La situación es grave y tal vez se vuelva pronto insostenible si, en concordancia con los indicios visibles, el nuevo gobierno británico decide poner fin a su complicidad con Washington y procede a retirar a sus fuerzas militares del sur de Irak, que es donde se concentra el grueso de los chiítas y de las milicias de ese grupo poblacional.
Para colmo de males, en semanas recientes se han incrementado las tensiones entre el gobierno estadunidense y el régimen sanguinario y corrupto de Pakistán, cuya figura máxima, el general golpista Pervez Musharraf, pierde día con día el control de la situación, enfrentado tanto con las organizaciones islámicas como con las oposiciones seculares y progresistas. La exigencia de Washington a Islamabad de que realice a la brevedad “elecciones libres” podría desembocar, en la actual circunstancia, en un desenlace nefasto para la visión de Bush: el triunfo, en ellas, de grupos integristas próximos a los talibanes y a Al Qaeda.
Para su desgracia, el gobernante estadunidense carece de nociones de historia; tanto de la historia natural –porque los procesos geológicos y biológicos del planeta le parecen resultado del Génesis bíblico– como de la historia a secas. A partir de esa ignorancia, Bush reproduce en Irak los pasos que finalizaron con las escenas de los helicópteros de la marina estadunidense que evacuaron a toda prisa a los últimos invasores de la embajada estadunidense en la vieja Saigón, tras la victoria de los vietnamitas sobre sus ocupantes. Es posible que en un plazo no muy largo tengan lugar, en la denominada zona verde de Bagdad, situaciones semejantes.