Usted está aquí: lunes 20 de agosto de 2007 Deportes Arrastre lento para dos bravos y nobles novillos de San Antonio de Padua

Exitosa presentación de la ganadera Mónica Hernández de Aloi en la octava fecha

Arrastre lento para dos bravos y nobles novillos de San Antonio de Padua

El Pali desapareció en la lluvia

Carlos Montes desaprovechó un lote de ensueño

lumbrera chico

Ampliar la imagen Picador sancionado por castigar de más al toro en la octava novillada Picador sancionado por castigar de más al toro en la octava novillada Foto: Jesús Villaseca

Tedio, lluvia, tedio, frío, tedio, charcos, tedio, aserrín, tedio, un aprendiz de juez con afanes protagónicos, tedio, toreritos por debajo del ganado, tedio, un encierro muy bueno de San Antonio de Padua, tedio, bostezos, la banda de música bien al principio y, tedio, distraída después, fueron los elementos que marcaron la octava función de la temporada chica en la Monumental Plaza México.

Era, al menos en el cartel, una terna de triunfadores: se presentaba por tercera vez el tapatío Alfonso Hernández El Pali, regresaba al cabo de la oreja y la cornada que recibió en su debut el hidrocálido Carlos Montes y tenía su segunda oportunidad, sin habérsela ganado a pulso, el poblano Alfonso Mateos, para matar reses del hierro de Mónica Hernández de Aloi, a quien la gente sacó a saludar al tercio tras la muerte del quinto de la tarde.

Y es que, la verdad, lo mejor fueron esos dos astados de la joven y guapa señora, esposa del rejoneador Giovanni Aloi, avecindada en Tlaxco, Tlaxcala, donde en 1978 Luz Virginia Weber de Hernández fundó la vacada de María del Carmen para honrar el nombre de pluma de su suegra, la cronista Beatriz González Carvajal. Con un hato de 60 vacas y tres sementales de Rancho Seco, al que en 1989 agregó sangre de Garfias, la ganadería siguió desarrollándose hasta que en 1999 la adquirió su actual propietaria, que se dio el gusto de ver el festejo desde el palco del callejón junto a la puerta de toriles en compañía de sus pequeños hijos, y de llevarse para el rancho la distinción de que dos de sus novillos fueran homenajeados con el arrastre lento, uno por las pistolas del juez Gilberto Ruiz, y el otro a petición popular.

Lo malo de la anécdota es que esos dos animales, Siete Mares, cárdeno bragado de 394, y Soberano, negro entrepelado de 436, le tocaron a Carlos Montes, que no se cansó de gritar cada vez que se los zumbaba con la muleta por la derecha y por la izquierda sin hacerse de ellos, que se toreaban solos, y a los que a veces templó sin mando y a veces mandó sin temple, lo que acabó por desesperar al público.

El Pali, por su respectiva parte, se desdibujó totalmente después de mostrar clase, valor y afición en sus actuaciones previas. Ayer, para colmo, lo borró una intensa cortina de lluvia desde que saltó a la arena el primero del encierro, Maestral, cárdeno bragado de 378, y cuando se tuteaba con Timonel, segundo de su lote, un negro zaino listón de 430, minúsculo de encornadura como todos sus hermanos de reata, que llegó a la muleta gazapeando, distraído y suelto, las lágrimas provocadas por los bostezos volvieron al muchacho de nuevo invisible.

El que anduvo por el ruedo como un espectro fue Alfonso Mateos, de escasos 20 años, que debutó como becerrista a los ocho y como novillero a los 15 y que a pesar de esa relativa experiencia no conectó para nada con el tendido ante Almirante, negro bragado de 385, al que pasó de faena a tal punto que el bicho le impidió entrar a matar en ocho ocasiones, en que el hombre, con honestidad, lo pinchó arriba para escuchar un aviso y optar por el bajonazo letal.

Y con Náufrago, otro negro zaino pero de 403 e igual de ridículo de cuerna, Mateos intentó la chicuelina pero el peludo lo arrolló; quiso hacerle el péndulo en los medios pero el moro nunca acudió a la cita, fue por él a tablas y resultó atropellado como en los posteriores intentos de torearlo en redondo. Por suerte lo mató al tercer viaje de media en buen sitio y la gente salió comentando lo bien que había estado la banda del maestro Reynaldo Vázquez Martínez durante el intermedio por la lluvia y luego lo mal que se oía el silencio cuando, tras la muerte del cuarto y del quinto, los filarmónicos se tardaron siglos en arrancar. Quizá porque a ellos también los había adormilado la mezcla de frío y tedio, sobre todo tedio, que ancló la tarde al olvido.

En su segunda actuación, el juez Gilberto Ruiz Torres reincidió en los detalles canallescos de su presentación: aprobó una res que la gente pitó por chica, por su falta de trapío y su cabeza abecerrada, pero se puso extremadamente enérgico al empuñar el micrófono y anunciar una multa en perjuicio del Gordo Morales, cuando el varilarguero, montado en un jamelgo tambaleante que ya había sido derribado y al que se le doblaban las patas y se paraba de manos porque la Plaza México ya no tiene caballos de pica, no obedeció su indicación de retirar la puya del morrillo de Soberano, porque si lo hubiera hecho se habría caído de nuevo.

 
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