Cascadas
Era tan tarde que pronto sería temprano. El se levantó de la silla, caminó a la ventana, corrió un poco la cortina, corrió la ventana, se corrió el cierre del pantalón y orinó. Ni un alma en la calle. El chorro trazó su arco hasta perder la forma, como las cascadas que saltan y en el viento se dispersan, empiezan como un torrente y terminan como lluvia, expandidas, separadas.
–Esa es la diferencia –dijo ella a sus espaldas.
–¿De qué? –dijo él sin volverse.
–Entre ustedes y nosotras. Que pueden.
–¿Te parece?
–¿Me imaginas orinando así? No estamos diseñadas para eso. Es un lugar común esa “diferencia”, y sin embargo.
–Es una lástima. Acabo de emitir mi opinión sobre este mundo.
–Para ustedes es más fácil opinar. A nosotras nos callan la boca de un manazo. O un braguetazo.
–¿Te ofendí?
–Para nada. Me hiciste pensar.
–Piensas todo el tiempo.
–Es lo malo.
–¿Qué tiene de malo pensar?
–Según qué pienses. Yo sólo pienso en mis limitaciones, en que no sirvo, que debo cambiar de lugar, de gente, de trabajo. Preferiría no pensar tanto.
El descorrió la ventana y la cortina. Subió el cierre de su pantalón. Regresó a la mesa, donde ella fumaba (siempre menos que él), bebía algo rojo, hablaba distraídamente, como si lejos.
–¿Viste Princesas?
–No –respondió él.
–Una de las putas. Se trata de putas. Una la dice a la otra que el amor es que alguien vaya por ti a la salida del trabajo. Así me gustaría que me pasara.
El no pareció entender de qué le hablaba ella. Se sentó a su lado. La miró fijamente.
–¿Piensas en mí? –preguntó ella.
–Todo el tiempo.
–Ya decía yo. Por eso existo.
–Exageras.
–También lo dicen en Princesas. Existes porque alguien piensa en ti. Si dejan de pensar en ti, desapareces.
–Entonces tú nunca vas a desaparecer, mientras yo viva.
–Quisiera creerte.
–Quisiera que me creyeras.
–¿Por qué?
–Porque es la verdad.
–¿A poco?
–¿A poco no? –dijo él.
Ella se levantó. Caminó a la ventana. Corrió la cortina con un dedo, el índice, pegó los labios al vidrio frío. Una mancha de vaho matizó la luz de los faroles, la dispersó, como cascada. Qué fresco. Pegó una mejilla, luego la otra.
–Qué rico, el vidrio –dijo.
El no dijo nada. No supo qué. La contempló de espaldas, con el rostro de perfil, refrescándose, pensando. De reojo, ella se dio cuenta de que él le estaba leyendo el pensamiento. Una sensación doble, extraña, de intromisión, y también de compañía, de proximidad.
–Quisiera pensar menos –dijo ella.
–No pienso que debieras. Tus ideas son mejores que las mías.
–Para lo que sirven. Puro sentir tristeza.
–¿Estás triste?
–¿Tú no?
Otra vez él no supo qué decir. La mitad de las veces no sabe, o lo que le viene a la cabeza le parece impronunciablemente pobre. Duda de sus pensamientos y decisiones. No de sus sentimientos. Para lo que sirven, como ella dice. Y ella, regresando a la mesa, dijo:
–¿Sabes? Un día oriné en un río. Así nomás, metí un pie en el agua y me abrí de piernas. Ni siquiera me acuclillé. Igual que tú, estaba opinando.
–¿Y?
–Y fue un alivio.
–¿Por qué?
En vez de responder lo miro. Le tomó la cara entre sus manos. Le besó la frente, los párpados, la nariz, la boca. Le besó la tristeza con tal ternura que él se sintió un poco menos triste. Lo mismo ella.
–Si tú existes existo –dijo él. No, más bien dijo ella. O los dos dijeron. O ninguno realmente. Pero lo pensaron. Y como se leen el pensamiento.
–
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Nota: La película Princesas (España, 2005) fue dirigida por Fernando León de Aranoa.