Dilapidar las instituciones
La paradoja de las instituciones radica en su creación. Por una parte, son resultado racional de los acuerdos para darle normalidad a los procedimientos que, de otra forma, generan conflictos y tensiones entre los actores e intereses que cada uno representa. Por la otra, su vulnerabilidad y ataques proceden de los mismos representantes, que en uno o varios momentos invocan su necesidad y utilidad para evitar crisis que con el tiempo se vuelven más complicadas. Lo que hemos vivido en los años recientes en México es precisamente la notable ineptitud o intencionalidad de la autoridad presidencial para afectar y terminar por deteriorar las instituciones, mediante las cuales lograron las posiciones que detentan.
Recursos políticos hay (o hubo), así como capacidad de interlocución, mediante la búsqueda de personajes respetables para las partes; también se evitaron muestras de voluntad para el acercamiento vía el ejercicio imparcial e institucional de la administración pública y los recursos económicos al alcance y, sobre todo, no tanto por su relevancia en sí, sino por la hipersensibilidad a los medios electrónicos (de forma destacada la televisión abierta), desde donde se montaron campañas de desprestigio sin la menor capacidad de réplica de los afectados. En suma, ni una sola muestra de oficio político.
La política, como en pocas actividades humanas, es fiel reflejo de lo que se hizo o se dejó de hacer. Es decir, acusa capacidad o ineptitud. Muestra dedicación u omisión. Sus resultados como vía para lograr acuerdos estables y duraderos hacen de la misma práctica política, más allá de las ideologías, una herramienta básica para la convivencia; los resultados los viven o padecen los actores directamente involucrados. No es necesario que transcurran generaciones para analizar o ponderar los aciertos y errores. Las valoraciones son directas, nítidas y, principalmente, expresadas por la sociedad de diversas formas. Estas pueden ser electorales o de franca y abierta movilización de protesta.
La Presidencia de la República mostró la suma de contradicciones que encierran sus compromisos, sus ataduras, la ausencia de proyecto definido en las materias clave de la agenda nacional. Del otro lado del río, suponer que la democracia mexicana avanza porque se acabó el Día del Presidente, sin más pretensión que señalar su anacronismo, olvida que vivimos en un régimen precisamente presidencialista. Y que, si en efecto, vamos a mudar de forma de gobierno, esto no ocurrirá sobre las ruinas del anterior régimen. Al contrario, será sobre la solidez y fortaleza de las leyes, la respetabilidad de los operadores y su capacidad para convocar y cumplir acuerdos. Lo que vaya en sentido contrario, ni es benéfico para el país ni mucho menos es de utilidad para diseñar el proceso político e institucional que México requiere.
Lo que vivimos ayer es precisamente esa suma de apetitos coyunturales, de la ausencia de prioridades y del final sometimiento de la política a los proyectos y acuerdos del día a día, que por sí mismos no articulan ni implican futuro. La distribución de las responsabilidades en esa dinámica se dirige hacia quienes desde posiciones de mayor capacidad de influencia y convocatoria en el Poder Ejecutivo debieran ver en la historia las enseñanzas que permiten evitar la grave y contundente condena a la frivolidad y el dispendio. Ese no ha sido y no será el camino que deba seguirse.
Persistir en él implica asegurar tensiones y conflictos. Ni una sola reforma de fondo ni una sola propuesta que indique qué y por qué será el eje del sexenio. Se inició ayer la segunda de tres partes de la primera legislatura del sexenio, y nada. El Poder Ejecutivo lleva la mano. Así son las reglas.