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La defensa airada del Instituto Federal Electoral (IFE) como una institución autónoma del Estado que hace ahora su consejero presidente Luis Carlos Ugalde, no se corresponde con la custodia ardorosa de la democracia con la que debió haber conducido el proceso electoral de 2006. El contraste es demasiado grande y está en su contra.
Él mismo ha reconocido las grandes fallas de dicho proceso, entre ellas: la injerencia fuera de las reglas del ex presidente Fox y de las normas electorales por los grupos copulares de empresarios; la falta de seguimiento y, por lo tanto, de control de los enormes gastos en publicidad de las campañas de los partidos políticos; la manera en la que circularon los millones de pesos hacia las cadenas privadas de radio y televisión, haciendo de las elecciones un verdadero negocio.
Sobre todo esto su ausencia complaciente fue notoria. Está también la forma fallida en que condujo al IFE en el momento de dar a conocer los resultados electorales, asunto que ha dejado sin duda una marca ominosa sobre el modo de operar del instituto y sobre su propia gestión. Y esto va más allá de las preferencias por los diversos candidatos de una ciudadanía muy dividida.
Ya no puede Ugalde volver a lo que quisiera considerar el punto de partida, como la referencia a la que se empeña en rescatar, y que es el mismo IFE bajo su mandato. El consejo que preside es parte del problema y no de la solución. La crítica que hace a los acuerdos de los partidos en el Congreso para su remoción y la de sus colegas está sujetada por débiles alfileres. Esta costumbre no se aplica sólo a la política económica.
El IFE conforma una enorme burocracia, con un presupuesto y prestaciones para sus altos funcionarios y para sus consejeros que está fuera de lugar en una sociedad como éla nuestra. Como autoridad electoral no tiene hoy la personalidad y el liderazgo de sus consejeros, que la capaciten para generar la credibilidad y conducir sus funciones en el marco del quehacer de la política en México. El ideal de contar con un organismo electoral que actúe casi de modo automático y sin protagonismos para organizar las elecciones y ofrecer los resultados correspondientes, como ocurre en muchos otros países, está aquí muy lejos.
Ugalde ha llamado “partidocracia” a la situación que se crearía si el Congreso se inmiscuye en la reconfiguración del órgano electoral establecido en el IFE. Esa es otra deformación del sistema. Pero que eso suceda sólo sigue siendo parte de un modo político que no deja de ser arcaico y muy ineficaz para incidir favorablemente en las condiciones sociales del país.
A pesar de lo que quisieran Ugalde y quienes lo secundan, la historia no empieza cada vez que así conviene a los directa e indirectamente involucrados en los conflictos políticos, menos aún para la ciudadanía que está en medio de los vendavales de los intereses predominantes.
La autonomía del IFE se violentó desde que Ugalde llegó a la presidencia del consejo por intrusión manifiesta de fuerzas políticas partidarias, como la encabezada por la señora Gordillo, y a las que ahora reclama que no se entrometan en la institucionalidad del IFE. No hay coherencia visible en el argumento, y la situación del instituto es insalvable junto a la de su presidente y consejeros.
Esa es una parte central de la historia, de la que nadie puede hacer hoy tabula rasa. Por eso Ugalde –y sus ya antes y ahora completamente disminuidos consejeros– no puede legítimamente erigirse en el representante moral y encabezar la protección de la autonomía de un organismo que es central en la así llamada transición democrática. Al contrario, esa transición es actualmente nebulosa, está muy cuestionada y el IFE la compromete todavía más.
La solución de remover al consejo puede no ser la mejor. Es decir, que sean ahora los mismos partidos políticos, todos ellos y con todo el desprestigio que cargan como un pesado lastre, los que “arreglen” el conflicto del IFE. Este es entonces otro motivo más de atención sobre las deficiencias muy graves del orden democrático e institucional. El país aún carece de un arreglo serio y eficaz en este campo.
Podrá parecer a algunos que sea un conflicto artificial por el que atraviesa ahora el IFE, o sea, creado por la oportunidad de ventajas políticas que representa para los partidos y otros grupos; o bien, como parte de una necedad que significa no reconocer la legitimidad del gobierno del presidente Calderón. Ese es un debate posible y hasta necesario, que se conduce sin concierto.
Sin duda, tal discusión no debería ser planteada en blanco y negro. El estado de las cosas expresa de manera clara la polarización existente, la falta de acuerdos para gobernar e, igualmente, para actuar desde la oposición y, por qué no, manifiesta la falta de matices que marca la discusión sobre las condiciones políticas que prevalecen en el país desde hace mucho tiempo. Algunos ganarán a corto plazo ciertas posiciones de fuerza. Más allá de eso no hay un horizonte despejado.