Vibración del corazón
La vitalidad del cine japonés contemporáneo pasa desapercibida entre nosotros, así como se nos escapa casi cualquier cinematografía off-Hollywood. En Japón, decenas de cineastas filman constantemente con suficientes recursos tecnológicos y presupuestos discretos. El autor más reconocido de la actualidad, Kyoshi Kurosawa (sin parentesco con el gran Akira) ha dicho: “En mi país, si sólo haces una película al año se te dificulta mantenerte vivo”. En ese esquema, Ryuichi Hiroki, veterano “pesetero” semiporno, ha creado en lo que va del siglo una decena de notables películas, sencillas y complejas como la vida misma. Destacan Tokio Trash Baby, Vibrador y Es sólo plática.
La más conocida, Vibrador (2003) comienza cuando la chica, no tan chica (tiene 31 años) busca vino blanco en un supermercado de Tokio a altas horas de la noche. Acostumbra meterse a la cama y beberlo, comer mucho, ser trapecista del pensamiento. (Bienvenidos a su monólogo). Fuera de eso, la vida se le resbala. El único sentimiento que acepta es la vibración del celular en el bolsillo encima de su corazón. Un muchacho de pelos parados pintados de rubio (veintitantos años) entra a la tienda. Se miran. Suena el celular y ella no toma la llamada. Como en todo el cine y media literatura, boy meets girl. De eso va la película de Hiroki, sobre una novela de Mari Akasaka.
El muchacho se esfuma. Ella duda: ¿salgo y lo sigo? Olvida el vino. En el estacionamiento, al volante de un tráiler medio pequeño con la portezuela abierta y el motor encendido, ¿él espera? Ella se encamina, da la vuelta por el frente, abre la portezuela opuesta, trepa a la cabina y ocupa el asiento del copiloto. Así arranca esta road movie a través de la noche de Japón. Él se autodenomina Tormenta, transportista independiente, casi ilegal (evita los controles policiacos y no duda en tomar caminos secundarios).
Con un registro post-Wim Wenders del paisaje urbano y las carreteras, la cinta transcurre a través del parabrisas, hacia afuera unas veces, hacia el interior otras. Hiroki podría adoptar las palabras del iraní Abbas Kiarostami, cuyas películas parecen hechas desde el volante de un carro: “Si no me hubiera hecho cineasta, sería trailero”.
Lo demás en Vibrador es conversación. Los pensamientos de ella en carteles negros como en las primeras películas de Akira Kurosawa. El intercambio de miradas. Las confesiones neuróticas. Ella sólo desea que Tormenta la toque. No se atreve. Piensa: “Me lo quiero comer”. Seres solitarios, cuentan verdades y mentiras y se checan, hasta que interviene el radiotransmisor desde el que camioneros distantes cuentan que en el norte nieva, que tienen sueño. Tormenta ingresa a las ondas nocturnas y navega con bromas gruesas en el idioma secreto de los navegantes. Ella es feliz con tan poquito. “Es mágico cómo las señales lejanas entran en nuestra percepción”. Él explica: “Es un código para encontrar un cuate allá afuera, en el vasto océano de los otros”.
Tras los asientos una cama. Tormenta se propone descansar. Y se consuma el delicado encuentro erótico. Ella dice su nombre, Rei, para que él lo pronuncie al amarla. Necesita esa cercanía. Y se pregunta: “¿Por qué este hombre me entiende? Actúa con suavidad por instinto”. Y piensa: “Si me enamoro, voy a llorar”. Prosiguen el viaje, la plática, las canciones populares en la otra radio. “El sueño no llega./ El tiempo nunca pasa”, susurra una balada. Y un rock: “Quiero ser como la nieve sucia y convertirme en un charco”. En algún momento topan un campo de grandes velas y gente caminando cuidadosamente entre ellas. La pantalla enrojece. Ella atraviesa las flamas cubierta con una frazada roja.
Continuamente, la cámara dibuja estampas, las interviene con letreros neón contra el parabrisas. Vibrador trata del movimiento. Ocasionalmente, la cámara se desprende en tomas aéreas de puertos, autopistas, estructuras industriales, y regresa a la cabina. Los reflejos del retrovisor se agregan al paisaje, mientras los tripulantes se entienden “más allá de las palabras”. La chica se confiesa periodista, ¿escritora? Quizá fue prostituta en el circuito sadomasoquista.
Asoma el lado oscuro de ella. Su bulimia, su relación compleja con la comida y el sexo. (Un rasgo de la felicidad del encuentro es que pasa un día entero sin vomitar). “El paisaje nos rebasa, nos clava la piel”. La inesperada intensidad la asusta. No entiende por qué Tormenta es tan bueno. “Quiero comérmelo, y él me come a mí”, concluye de su nocturno y simpático chofer que jamás apaga el motor, ni al estacionarse. Hacen el amor con el motor encendido.
Cuando ella se rencuentra con su yo real, debe correr a media carretera y vomitarse entera. “Decepcionar a los otros, y darme cuenta, ¡me hace feliz!”, se confiesa. Empieza la destrucción del amor. Ella toma el volante. Sigue fascinada de todo, ya casi triste. Regresan. Ante el adiós inminente, comprende que Tormenta está en mejores términos que ella con su soledad. Rei canturrea con la radio: “Te amaría aunque fuera nadie./ Ese es mi mensaje/ y soy nadie”. El viaje termina en el supermercado. Ella entra y al fin compra la botella de vino. El trailero se aleja.
Vibrador ha dividido a fondo a la crítica internacional. Muchos la odiaron (“horrible”,“sin interés alguno”). La revista especializada Midnight Eye la define como “una de las declaraciones de mayor resonancia universal a las que puede aspirar el cine contemporáneo”.