Toronto ataca de nuevo
Toronto. El fin del verano cinematográfico se marca nuevamente con la llegada del Festival Internacional de Cine de Toronto (TIFF), que inaugura hoy su edición 32 presentando su habitual programa de irresistible eclecticismo. Lo del verano es en sentido figurado, claro, aunque es simbólico que el festival más importante de América del Norte de alguna manera anuncie el fin de la temporada del entretenimiento veraniego, representado en exclusiva por el blockbuster hollywoodense, y la aparición de las películas que, en teoría, renovarán la fe en el cine de autor. Para decirlo pronto, en el programa no se encuentra ninguna secuela, ni segundas ni terceras partes de un anterior éxito.
En esta ocasión, la numerología habla de 349 títulos, compuestos por 271 largometrajes, 4 medios y 91 cortos; de los primeros, 71 son operas primas. Los países representados en el festival son 55. Si el festival dura diez días, del 6 al 16 de septiembre, eso significa que uno tendría que ver siete películas al día para cubrir por lo menos a los cineastas debutantes. No es fácil enfrentar la frustración que provoca Toronto y la cantidad de opciones que ofrece al asistente desde que comienzan las proyecciones por ahí de las nueve de la mañana, en promedio, hasta las funciones de medianoche. (En contraste, el Festival de Verano de la UNAM, que presentó seis títulos en esta ocasión, debería ser más modesto y cambiar su nombre a Festivalito).
Según se sabe, Toronto exhibe selecciones de los festivales más importantes del año –Berlín, Cannes, Venecia–, así como primicias de la temporada otoñal (algunos de los que aspirarán al premio Oscar el año siguiente). Por tanto, el cine mexicano está representado por películas que ya fueron apreciadas en Cannes –Déficit, de Gael García Bernal, Luz silenciosa, de Carlos Reygadas–, Sundance –La misma luna, de Patricia Rigen– y Venecia –Cochochi, de Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán, y La zona, de Rodrigo Plá. Una selección más variada que la del año pasado, que se limitó a repetir los mismos títulos estrenados en el festival francés.
Por cierto, la cinematografía mexicana es la más representada de América Latina. De Argentina se ofrecen cuatro títulos, uno de ellos El pasado, de Héctor Babenco, en coproducción con Brasil; las otras tres son todas de realizadoras: Encarnación, de Anahí Berneri, Una novia errante, de Ana Katz y XXY, de Lucía Puenzo. Además, Brasil presenta Mutum, de Sandra Kogut, y Uruguay, El baño del Papa, de Enrique Fernández y César Charlone, también una coproducción brasileña. Una prueba más de que México está de moda en los festivales de cine.
Otro dato conocido: no hay público más fiel y devoto a un festival que el de Toronto. En ninguna otra ciudad del mundo se aprecia una asistencia tan nutrida (y sufrida, a veces) a cuanta película se programe en las diferentes secciones, a cualquier hora. Eso constituye –como no ocurre en Cannes, digamos– un lado popular que raras veces convive tan de cerca con el aspecto profesional del cine. En Toronto, este es englobado en algo llamado Prensa e Industria (es decir, un amplio contingente de críticos, reporteros, distribuidores, exhibidores, directores de festivales) que vive prácticamente un encierro en el múltiplex Varsity con algunas salidas a salas aledañas.
Se supone que también hay una vida nocturna de fiestas organizadas por compañías con películas de alto presupuesto, o alguna causa que promover. Pero uno ya está viejo, la verdad, para asistir a festejos que han evidenciado no ser el fuerte de la personalidad canadiense. Que yo recuerde, el único organizador de fiestas divertidas era el fallecido programador colombiano Ramiro Puerta que, además, fungía como un cordial anfitrión de toda la delegación iberoamericana. Esa sí fue una pérdida lamentable para el festival de Toronto.