Número
131 | Jueves 7 de junio de 2007 |
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El miedo, siempre el miedo Por Joaquín Hurtado 1. Ella dice tengo mucho miedo de quedar viuda. Él voltea la cara descompuesta. Miedo a que el sida lo comience a matar mañana. Miedo como atole podrido sobre el denso miedo que ya orbita en la habitación. Él se arranca los pellejos de las uñas hasta sangrar. Se siente sucio, culpable. No puede levantar la mirada del suelo. Ella trata de tocar su cabeza. Él se aparta, evade cualquier contacto, le falta el aire. No puede con esa poderosa fuerza que le nace en el vientre y se expande hacia cada vena, cada hueso. ¿Los muertos tienen miedo? 2. Ambos son seropositivos. A ellos los aterra la reinfección. El miedo, el eterno miedo. No apartan la vista del techo. Verifican que el condón esté en su lugar. Suspiran aliviados, todo está en orden. Tratan de besarse en la mejilla, tranquilizarse. Pero se escabullen y se meten debajo de la almohada, temblando. Cada encuentro siempre es lo mismo. ¿Será que otra vez no hubo medicinas en el Seguro? No pueden gritar, huir, darse de golpes contra una pared. Aunque el pecho les reviente de pavor. 3. Él le dice tengo miedo de que uno de los dos ya lo tenga. Su compañero le toma la cara entre sus manos y las llena de besos. No tengas miedo, le susurra. Dead can dance sigue sonando en el estéreo. Ambos se abrazan muertos de miedo. 4. Por el miedo, o a pesar de él, ella preparó hasta la náusea cada detalle del sepelio. Ensayó por años, con precisión sobreactuada. Memorizó los gestos y las palabras que pronunciaría ante enfermeras, médicos, funcionarios y familiares el día del fallecimiento de su marido. Habría de ocultar, mentir, encubrir información comprometedora; arañar y morder a quien se le atravesara. El plan: borrar todo rastro, evaporar las siglas de la infamia de los documentos oficiales, salvar las ruinas del cataclismo. El resultado: han pasado veinte años y él no se ha muerto. Tampoco el miedo. 5. Vivir con él no le había provocado conflicto. Asumió esa vida por instinto: como quien adopta un niño desamparado, desarmado, moribundo. Cierto que el sida había puesto a descubierto la infidelidad. El virus maldito había desvelado el secreto infame. Su marido salía con otros hombres. En esta vida todo se paga o se perdona. Dormir con él y esperar sus manos, su boca, su proximidad era un anhelo callado, doloroso. Ahora él la está besando. Entra en ella con ternura. El miedo se asoma por debajo de la puerta. Ella se aparta bruscamente: voy al baño, dice. No para de chillar. 6. Ella le confía: el hombre sólo me penetró dos veces sin protección, con eso tuve para experimentar uno de los orgasmos más fabulosos de mi vida. Él la abraza con tanta fuerza que casi la ahoga. El amor mata, literalmente. Él le permite salir con otros hombres en una feliz variante de la sexualidad madura. El internet facilita mucho las cosas. Ella regresa de cada cita con las manos llenas de gratitud y le cuenta hasta el mínimo detalle. Luego hacen el sexo a dentelladas. Se terminan el cigarro y entonces ella no contiene el lamento. Esto es demasiado bello para ser cierto, aquí debe haber gato encerrado, exclama. ¿Será el virus del sida? Un silencio medroso se apodera del escenario. |